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Ninguna duda cabe que una de las características más presentes en nuestra idiosincrasia es la del “cotorreo”, a la que nos animamos a describir, sin que al hacerlo tengamos intención peyorativa alguna.

Es por eso que no cabe atribuirnos el propósito de compararnos a las “cotorras”, sino asimilar un comportamiento de este tipo, a la manera en que la describe la Real Academia Española (RAE) -que como con más asiduidad se la observa designar, apelando a una sigla que muestra una notoria economía de palabras-, para la cual el “cotorrear” no significa otra cosa que el “hablar con exceso y con bullicio”.

Un comportamiento que asociamos muy frecuentemente en países como el nuestro, al que ha llegado en su momento el mayor número de inmigrantes y que, por nuestra parte, hemos llevado a su máxima decadencia. Algo en que no somos los únicos asiduos, a los programas televisivos en que sedicentes “artistas del espectáculo”, azuzados muchas veces por el “conductor” de programas de ese tipo, ocupan las tardes de tantos de nosotros.

Eso no quita, que a lo largo de los años -habría que hablar de décadas y hasta de siglos- no se haya hecho presente una forma a la que nos atrevemos a designar como un “cotorreo superior”, cual es la “polémica” cuya naturaleza es también controversial, pero que hace diferencia en cuanto hace a los temas que se tratan, y a los antecedentes de quienes se enfrentan.

Un estado de cosas que se dio no ya solo en tiempos de la conquista de América cuando se produjo una polémica entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda -dos frailes famosos- y que tenía que ver con cuán idénticos eran los habitantes de estas tierras a los que llegaban de España. Una polémica teórica, pero cuyas consecuencias prácticas, no fueron siempre edificantes.

En el caso de nuestro país, recordamos una primera entre Sarmiento y Alberdi; otra entre Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López; y una tercera entre monseñor Gustavo Francheschi y Lisandro de la Torre.

En todas ellas cabe destacar una característica distintiva, la que no tiene que ver con el respeto y consideración que se guardan quienes polemizan, siempre con “tono elevado” y no se pierde la debida compostura, sino por un defecto que muchas veces -por no decir la mayoría- es la de no centrarse en la cuestión que es el objeto del debate, sino en el hecho de ver a los contendientes derrapar e irse por las ramas hasta el punto que quien la siga sea un espectador poco avispado, terminan tan confundidos que no pueden llegar a desentrañar cuál es la causa central y primera que diera lugar al intercambio.

Algo que también le suele ocurrir a los protagonistas, lo que de tanto hablar o de escribir -sobre todo si la verba se vuelve inflamada- también ellos terminen embarullados.

Este largo introito nos parece necesario, para tratar de encuadrar en la mejor forma posible, un reciente entredicho; lamentable, a su vez dado su tono, que de no ser ofensivo, linda con lo injurioso, en el que se vio trenzarse de una manera institucional, si cabe así decirlo, a radicales y justicialistas entrerrianos, y que tenía a la designación del próximo presidente del Tribunal de Cuentas de la provincia, como motivo de ese “cruce”.

Se debe al respecto comenzar por señalar que esa designación no es desde la perspectiva institucional una cuestión menor, si se tiene en cuenta que viene a presidir el organismo que se ocupa de “examinar las cuentas” del gobierno central, de las municipalidades y de todo organismo estatal de nuestra provincia.

A lo que se debe agregar que se trataba de una cuestión que venía “manoseada”, dada que la vacancia del cargo fue consecuencia de la renuncia forzada al mismo de anterior ocupante. Decimos forzada, dado que ella fue consecuencia que la designación del renunciante efectuada por el exgobernador Urribarri -de quien se sabe que muchas de sus acciones oficiales han sido materia de imputaciones penales, o se han considerado “sospechosas” cuando no al menos “sospechables”- sin respetar las formas legalmente exigidas.

La designación de un nuevo presidente fue objeto de un concurso a cargo del Jurado de Concursos respectivo en el que, cabe destacarlo, se respetó el debido proceder y, como resultado, el jurado respectivo confeccionó una terna, de la que corresponde su tratamiento por parte del Senado provincial, y de la cual debe elegir el gobernador quién de los propuestos considera como más adecuado para ocupar ese cargo.

Como casi se descuenta, esa terna superará su tránsito por ese cuerpo y merece el tratamiento del Senado a cuya cabeza figura el actual titular del bloque oficialista en la Cámara de Diputados de la provincia, quien fue en su momento designado, la reacción de los “cuestionadores” se nos ocurre que cabría considerarla no solo mal rumbeada sino también extemporánea, dado que en su contenido se omite mencionar impugnaciones concretas al concurso. Mientras que, a la contra reacción del oficialismo, precisamente por lo mismo, la consideramos exuberante y a la vez descomedida.

Es que por nuestra parte suponemos que la disputa debió haberse centrado en si el comportamiento del gobernador merecería un reparo de orden ético, de priorizar al momento de la designación de la terna que se elevara, a quien ocupa en la misma el primer lugar.

Algo de lo cual nada se ha dicho, ya que ni siquiera se lo ha mencionado, que la disputa se desvió hacia las banquinas, y que al respecto no consideramos pertinente fijar posición sobre este aspecto de la cuestión. Todo ello, advirtiendo que se trata de una cuestión harto sensible, y que sobre ella es atribución del primer mandatario pronunciarse, de acuerdo a lo que le dicte su conciencia.

Máxime si se tiene en cuenta que no existe nada que nos lleve a dudar de la honradez y honorabilidad de nuestro gobernador Bordet.

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