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El “lava jato” brasileño, una de las caras de la corrupción endémica en ese país –lo decimos conscientes de no tener razón alguna por nuestra parte para escandalizarnos- fue la manera en que se asistió a la explosión, en los finales del periodo “lulista” de su historia” –y al decir final, no estamos queriendo significar que resulta imposible vuelva a repetirse- desnudó todo lo asqueroso que había en el “caso Odebreht” , cuyo latigazos no han dejado de azotarnos, no precisamente de rebote. La exitosa respuesta a ese estado de cosas que quedó al desnudo, trajo como consecuencia el surgimiento de Bolsonaro.

En los días que corren se asiste en Francia, un país -contra lo que se supone más afecto a las rebeliones que a las revoluciones- a la irrupción de los “chalecos amarillos”, un movimiento contestatario horizontal, en la medida que, al día de hoy, no reconoce liderazgos ni jerarquías, lo que no significa que en este caso no exista la posibilidad de que se haga presente algún extraño personaje que se suba a la cresta de la ola, que está haciendo padecer las mil y una al presidente Macron, e indirectamente a todos los franceses, incluyendo a los damnificados por actos de vandalismo.

Los actos vandálicos que no fueron pocos, porque la gente como se sabe en general es buena, pero nunca faltan los que se aprovechan.

La revuelta francesa que sacó a los manifestantes de sus casa para volcarlos a las calles, tuvo como detonante un nuevo impuesto que se iba a aplicar a los combustibles, con el objeto de cambiar la matriz energética de ese país, dejando, en la mayor medida posible, de lado el petróleo y sus derivados, los que serían reemplazados como fuentes de energía por las llamados renovables, o sea tal como venimos repitiendo por la energía solar y la eólica.

Macron, primero postergó la aplicación de ese impuesto y luego lo dejó sin efecto, pero eso no acalló a los chalecos amarillos que, sin que ello significara envalentonarse, decidieron “ir por más”.

A partir de eso – ¿porque cuál es el límite, cuando de lo que se trata es de ir por más?- se lo transformó en lo que se conoce como un movimiento “antisistema”. Algo parecido a lo que pareció en un momento se iban a convertir los que votaron en Brasil por Bolsonaro, y que no fue, pero todavía no está del todo desencaminada la posibilidad de que en algún momento no pueda convertirse en algo muy semejante, y hasta idéntico.

Tal como su nombre lo indicia los movimientos “antisistema”, se caracterizan y tienen como un elemento unificador, su desagrado que puede llegar hasta los mayores extremos, con el “sistema imperante”.

Entendiendo por éste, no ya el sistema institucional, sino algo más complejo, en el que no se pone en cuestión el plexo conformado por los derechos y garantías, sino que se pone el acento inclusive más que en las instituciones propiamente dichas, en la forma en que éstas funcionan, y en las oligarquías dirigenciales aposentadas en el poder.

De allí que la expresión más clara, terminante y gráfica de la postura anti-sistémica, sea la que en nuestro país se dio en la “época de los cacerolazos” cuando entremezclado con el golpeteo se escuchaba como una muletilla aquel inolvidable “que se vayan todos”.

Que se vayan todos y… ¿después qué? En este interrogante que completa la afirmación precedente, se encuentra el meollo de la cuestión, ya que en el caso de que se logre implosionar un sistema, siempre habrá que sustituirlo por otro, salvo que lo que queramos sea volver a aquellos tiempos en los que ni siquiera habíamos bajado de los árboles.

Porque nuestro sistema es el de la república democrática, el menos malo de los sistemas institucionales conocidos, dado lo cual el problema reside en nosotros, ya que está en nuestras manos el hacerlo funcionar correctamente. Todo ello sin dejar de advertir la mayor responsabilidad que les cabe a muchos de quienes serán como nuestra clase dirigente, y lamentablemente deberemos sufrirlos como tal.

Reconocemos que reflexionar de esta manera en ocasiones nos lleva al borde de una tentación en la que no hay que caer. Tal el caso de una información hecha pública hace pocos días que da cuenta del presupuesto legislativo para el año próximo de la provincia de Buenos Aires.

Debemos admitir que hemos elegido esa información de una manera en cierto modo azarosa, dado que una situación como la que pasamos a mencionar cabría ejemplificarla recurriendo a las leyes presupuestarias de cualquier legislatura, incluyendo no solo el Congreso Nacional, sino hasta nuestra legislatura provincial. La misma en la que ahora ha explotado el caso de “los contratos truchos” de personal, que significó el desvío –aquí estamos ante un verbo que se ha puesto de moda en estos tiempos de décadas ganadas- de una carrada de dinero a vaya a saber que destinos, respecto a los cuales lo único que estamos ciertos es que no era con una finalidad de bien público.

Y ¿cuál es la información que nos provoca un comprensible malestar? Una aparecida en un diario capitalino y que da cuenta que “el Estado Bonaerense destina sesenta millones de pesos anuales, por cada legislador”. Un montón de dinero tan grande, que nos cuesta llegar a comprender su dimensión, dado lo cual la información a que nos referimos nos presta una ayuda al señalar que el monto agregado de sesenta millones de pesos por legislador, es el equivalente a seis veces el presupuesto del Ministerio de la Producción y ocho veces el del presupuesto del Ministerio de Trabajo, ambos del gobierno provincial bonaerense.

Se nos pide a diario que pensemos positivamente. Y a ese pedido le asiste razón. Entonces se debe partir de la base de que el pensamiento antisistema es negativo. Y que pensar en positivo es buscar podar a nuestros gastos públicos, como una forma de defenderlos de todo tipo de canonjías y privilegios.

Algo de lo que se habla mucho y se hace poco, a juzgar por los resultados que están lamentablemente a la vista, y que deben servir para redoblar los esfuerzos encaminados a modificarlos de una manera radical.

En lo que es una manera de pasar por alto que también lo que pasa en las legislaturas es otra forma de corrupción.

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