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Dejamos atrás el 6 de septiembre sin la pena que debería provocar, y también la gloria, que, si alguna vez la tuvo, nunca debió con ella contar. Ya que el 6 de septiembre de 1930, representa aquello a lo que se conoce como un punto de inflexión en nuestro itinerario institucional, ya que no representa otra cosa que su quiebre.

Es cierto que hubo amagues anteriores como los alzamientos mitristas, o de los porteños tejedores, en ocasión de la capitalización de la ciudad de Buenos Aires o la revolución abortada de “el Parque”, que terminó indirectamente con la presidencia de Juárez Celman. Pero hasta ese momento un orden institucional imperfecto había existido sin solución de continuidad, lo que significaba que a nuestras fuerzas armadas les era ajena esa vocación preocupada y preocupante de tutelaje por momentos mesiánicos, que mostraron en forma recurrente de allí en más.

Miradas los cosas desde la perspectiva que dan las casi nueve décadas transcurridas desde entonces sería dable admitir, como muchos lo hicieron en su momento y algunos todavía lo hacen, que a Hipólito Irigoyen, en ese momento por un cúmulo de circunstancias diversas, entre las que se encontraría su edad avanzada y la necesidad de gestionar la crisis mundial de los “años treinta”, lo que exigía una pericia especial, hacía que el ejercicio de la Presidencia de la Nación “le quedara grande”.

No es nuestra intención entrar en ese terreno, porque miradas las cosas desde la perspectiva que tenemos la suerte que nos toca, debemos decir que se debió esperar hasta las elecciones venideras, para dar la posibilidad de que el pueblo se exprese, ya que, dada las circunstancias que se vivían, y con un radicalismo dividido, era de prever lo hubiera hecho.

Es que hay decisiones que se toman y situaciones que son su consecuencia, de las cuales no se vuelve, como es el caso de la virginidad perdida.

Triste suerte la nuestra, ya que no bastó la lógica impaciencia finisecular, para abrir el camino de las urnas, que hubieran permitido un acceso más temprano al poder de don Don Hipólito, y cabría suponer que ello podría haber cambiado el curso de la historia. Y en contraste nos encontramos con el hecho que la legítima impaciencia de ese entonces, se convirtió en una impaciencia de otro caletre, en la que se puede encontrar al menos en una parte, el origen de nuestras penurias actuales.

En forma parecida, transcurrirá seguramente el próximo día 11, con la única diferencia de que en la ocasión será un feriado escolar, casi cuando no del todo imperceptible, dentro de la marejada de paros docentes a los que nuestra realidad nos ha resignado a acostumbrarnos.

Y al respecto cabría, en honor a Sarmiento, merecedor de ello y mucho más por la gigantesca dimensión multifacética de su figura, que no sería descabellada encontrar o al menos no desencaminada, la opinión aquella que la decadencia de nuestro sistema educativo se hizo presente, a partir del momento en que los “maestros” dejaron de usar ese nombre como el suyo verdadero, y lo sustituyeron por la auto-designación de “trabajadores de la educación”.

Es que nadie duda, ni tiene derecho a dudar que los maestros son trabajadores de la educación, y en infinidad de casos no solo sacrificados sino también esforzados hasta la entrega. Pero también debe tenerse en cuenta que el nombre de “maestro” cuenta con un “plus” inefable, que lleva, a quien lo exhibe, a obligarse a actuar de una manera que no desentone con esa inefabilidad.

Aunque para ser justos, habría que decir que la pérdida de ese plus se hace presente en todo el mundo del trabajo, incluyendo las profesiones liberales, en las que quiénes cumplen ese rol, no actúan muchas veces de una manera acorde al nombre como se lo conoce y deberá llevar junto al nombre referido a su rol de trabajador la actividad que desarrolla. Es como si un carpintero se presentase como un “trabajador en maderas” o un “médico” como un “trabajador tratante de enfermedades humanas”.

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