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No sabemos hasta qué punto la pandemia nos ha “sorbido la cabeza”. Ella nos ha provocado una variedad infinita de reacciones y comportamientos nuevos, pero sus efectos cabe considerar que cambiaran todavía, en dimensiones insospechables, muchos de nuestros usos y costumbre ancestrales.

Para aludir a una circunstancia, que cabría considerar su mención hasta como inapropiada en medio de la situación actual, se puede conjeturar -con un importante grado de verosimilitud- que se acentuará la tendencia palpable en nuestra sociedad “pre-coronavirus”, de modificar las formas y los ritos funerarios.

Así es de prever que veremos modificarse costumbres que en esa materia incluyen velatorios, cargados de un sentido que no se podía explicitar totalmente con palabras y que se supone que cumplían hasta funciones terapéuticas, y que venían a dejar en claro la presencia de la muerte en nuestras sociedades.

Presencia que como es sabido, buscamos esquivar, no solo no hablando de ella, sino si se atiende a que cuando lo hacemos, utilizamos ese circunloquio tramposo, que nos lleva a comentar en voz alta “cómo se muere la gente”, como si en la expresión “gente” no nos encontráramos incluidos.

Además, y dentro del mismo marco, es hasta cierto punto al menos previsible que se asistirá a una acentuación de la tendencia a apelar a las “cremaciones”; circunstancia que lleva a la necesidad de contemplar la manera de implementar su logística, de manera de atender al problema que significa la necesaria cercanía de los crematorios. Sin dejar de reparar en el hecho, que se plantea en un mundo como el actual, en el que se trata de silenciar la trascendencia que tiene ese “pasaje” –el otro, vitalmente de decisiva importancia existencial, después del primero, que significa el “nacimiento”- la cuestión no menor de la manera de tratar esos restos mortales convertidos en cenizas, de la manera más respetuosa, o lo que es lo mismo menos fantasiosa, posible. Algo que implica darle cabida de otra forma a los ritos religiosos, vinculados necesariamente a estos aconteceres.

En tanto, resulta evidente que esas nada festivas consideraciones, abren el paso a otras; las cuáles de ser al menos amenazantes, cabe darles un sentido hasta picaresco, cual es la extraña mutación en el apelativo al uso, que se utiliza para hacer referencia a aquellos que han alcanzado la ancianidad o avanzan esforzadamente hacia ella.

Es cierto que, en el cambio de la manera de designarlo puede tener una influencia subconsciente, el hecho que el aumento persistente en la esperanza de vida de los seres humanos, hace que dejar de hablar de una “tercera edad” como terminal; hace que los que hasta allí transitan, puedan sentir un cierto alivio.

Al menos quienes consideran que la vida es una cosa buena, y que no son pocos los que pueden llegar al disfrute de una vejez placentera – dicho así, con todas las letras, porque nos disgusta el escuchar que “viejos, son solo los trapos, con olvido entre otras cosas del vino añejo-, hasta el punto que cada vez con más insistencia se hace mención a la presencia de una “cuarta edad”, que sería una ambigua posibilidad que esperaría a quienes se aproximan o sobrepasan la centena.

Pero no dejará de haber quienes estando ya en el discurrir de la tercera edad, vean con una inquietud que no termina de aflorar, el hecho de que ellos que hasta ayer recibían el trato familiar y hasta cariñoso que significa el hecho de ser mencionados como “abuelos” –como si fuera dable generalizar esa condición; y a la vez, es de suponerse la de “nieto”- se ven convertidos de un día para otros en otra cosa, al verse designados con el apelativo de “adultos mayores”.

Una manera seca y hasta que viene a marcar distancias, algo que no es de extrañar en momentos como el actual en que el “distanciamiento social”, se ha hecho parte de nuestra existencia; y que tiene claras connotaciones burocráticas. Las cuales vienen a mostrar la presencia de algunas señales ominosas, las que para los ancianos comienzan a entreverse en estos tiempos.

Es que no se trata de hacer proyecciones, y colocar a las “personas de edad avanzada” en el mismo lugar que los niños –que como se sabe hubo una época que ya parece lejana en la que se decía eran ellos- los niños- los únicos privilegiados-: pero de cualquier manera la situación de los adultos mayores en los geriátricos ha venido a mostrar que guarda un lejano parecido con las de las actualmente acordonadas “villas”. Salvando las distancias, claro está, pero de cualquier manera dando la impresión de que en ambos casos, si no nos encontramos ante “carne de cañón”, al menos prescindiendo del cañón, ante algo muy similar.

Debemos dejar claro que no nos estamos refiriendo a como es el estado de cosas entre nosotros, sino a una circunstancia que parece presente en todo lo que conocemos con el mundo occidental. Ya que, sin ir más lejos, informaciones que llegan de España revelan que en ese país han muerto casi veinte mil personas. Por coronavirus o con síntomas en residencias de servicios sociales, o sea lo que nosotros conocemos cada vez más como geriátricos. Ello como consecuencia que para muchos la expresión “hogar de…”, tiene un tufillo que hace recordar al antiguo “asilo de…”.

Por otra parte, asistimos a lo que en su momento era un falso dilema existencial, que se habría dado en el caso de una parturienta en situación extrema, cuando se habría hecho presente la necesidad que elegir entre su vida, o la de su hijo por nacer, dado el hecho presunto que era imposible salvarlos a los dos. Un cuadro que suponemos no se dio nunca en los hechos y que de ser así no pasa de ser material digno de una discusión bizantina.

Es que, en la realidad actual y frente a la peste, quedando un solo respirador artificial disponible, y se ha de optar entre un adulto mayor, o un adulto simple o ni siquiera ello, a los efectos de su implantación, según se ha escuchado por allí, en los protocolos no se deja alternativa. De donde en esos casos vendría a darse la trágica circunstancia que en relatos juveniles hacían referencia a los esquimales aquellos, de las tierras de “las sombras largas”, donde era frecuente que al levantarse el campamento “de verano” para marchas a donde se iba a plantar el invernal, quedaban en el lugar las personas más ancianas, totalmente imposibilitadas de valerse por sí solas, para esperar la llegada del invierno, junto a otra cosa peor que aquel. Aunque para consolar a los más chicos, se decía que la muerte en esas condiciones es hasta dulce...

Deberíamos hacer una referencia al monto de las jubilaciones más masivas, en las actuales circunstancias. Pero es de suponer que con lo hasta aquí escrito, por hoy, basta.

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