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A lo largo de las notas insertas en esta columna editorial, se nos ha visto insistir acerca de la necesidad de tomar una plena conciencia de la profundidad extrema de la crisis que asola nuestra sociedad, que cabría hasta decir que puede llegar a obstruir toda posibilidad de futuro para todos. Lo hemos hecho, y seguramente lo tendremos que seguir haciendo, despojados de toda pretensión de vernos como profetas y, a la vez, sin que exista en nosotros ni la menor pizca de masoquista regodeo acerca de la gravedad de nuestra crisis. Es que no nos contamos entre quienes se ha escuchado -y se escucha- decir que “cuanto peor estemos, mejor es”, como si fuera necesario se produzca un demoledor y al mismo tiempo un exterminador cataclismo, para que de esa, nuestra tierra arrasada, se vea surgir al impoluto “hombre nuevo”.

Tampoco cabe encontrar en nosotros, una semejanza -por lo demás incompatible con nuestra inquebrantable línea editorial- con esa actitud perversa de quienes, con afán recriminatorio, se los escucha solazarse repitiendo una y otra vez “no será, porque yo no se los dije”, frente a situaciones parecidas a las que ahora nos agobian.

De donde, además de dejar en claro que cada uno de nosotros debe asumir su cuota de responsabilidad en haber llegado a situarnos, donde ahora estamos –algo muy distinto de hacer referencia a la afirmación ante este tipo de circunstancias que “todos somos responsables”, una manera de decir que nadie lo es-, solo buscamos contribuir a generar una reacción, fruto del despertar de nuestra capacidad de comprender hoy dormida, que nos permita una reconstrucción a la vez necesaria y posible de nuestra sociedad, esta vez más justa y solidaria.

Es por ello que, en esta ocasión, no podemos dejar de apuntar a otra muestra de nuestra “anormalidad normalizada”, la que se traduce en un virtual “estado de revuelta” –existen quienes han hablado ya de la presencia de una “guerra civil larvada”- que se observa entre nosotros, con el “campo” soliviantado, ante la sospecha de lo que sería más que una amenaza de despojo, y con áreas urbanas “ocupadas, cuando no sitiadas” de una manera permanente.

En una nota editorial anterior hicimos referencia al peligro en que nuestra sociedad se convierta en dominante – hasta el grado de volverse hegemónica- una cultura a la que encontramos en la actualidad presente en las “barras bravas”. Ahora existen señales, cada vez más patentes y hasta más extremas, de lo que cabe considerar como uno de sus elementos e ingredientes fundamentales, que en forma parcialmente redundante cabe considerarla como expresiones de la “cultura del apriete”.

La cual se hace presente cuando, bajo la pantalla del ejercicio de los derechos constitucionales de petición y de reunión, se asiste a su desnaturalización, convirtiéndolos en prácticas “extorsivas” de esas que se encuentran no solo al filo de lo delictual, sin que puedan considerarse como tales.

La secuencia “in crescendo” es conocida, y eso nos evita entrar en detalles: cortes y obstrucciones en calles y avenidas, bloqueos de empresas, invasión a edificios públicos con su consiguiente ocupación parcial o total, de una manera, por ahora transitoria, acampes en espacios públicos con características harto sensibles. La pregunta es entonces: después de todo esto, ¿qué es lo de mayor envergadura que se hará presente?

Y estas situaciones se producen en circunstancias que desde otro flanco también existen, con los motochorros y otras bandas de vándalos en las calles, sin privarse de la invasión delictiva de espacios privados, lo que es “la pérdida por parte del Estado del manejo y control de los espacios públicos”, que aun sin llegar todavía a la ocupación o destrucción de los edificios en los que están asentados los Poderes del Estado, vienen a dejar, más que entrever una creciente descomposición del poder estatal. Sin entrar en otros detalles, de los que es mejor no acordarse.

Es por eso que, frente a ese estado de cosas, respecto al cual somos conscientes de la dificultad de revertir cuidando de no generar daños colaterales, se hacen presentes las actitudes y comportamientos a adoptar tanto por el Estado como por la sociedad civil para neutralizarlos.

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