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México se ha ubicado entre los países con más desapariciones forzadas. Profesionales de Médicos Sin Fronteras describen el impacto de este flagelo en la salud mental como una herida abierta, que necesita resolverse para sanar completamente.

En los últimos años, México se ha ubicado entre los países con más desapariciones forzadas. Actualmente, hay más de 37.000 casos registrados. Juan Carlos Arteaga, referente de salud mental de México y Honduras, y Nora Valdivia, psicóloga clínica del proyecto de Médicos Sin Fronteras en Reynosa, al norte de ese país, describen el impacto de este flagelo en la salud mental como una herida abierta, que necesita resolverse para sanar completamente.

Gladys caminaba despacio, hablaba lento, parecía enferma. Su rostro lucía cansando, triste, desanimado. Había días en que manifestaba esperanza por encontrar a sus nietos y otros se sumergía en un dolor profundo por la desaparición de ellos, su hijo y su nuera. Desde ese momento, cinco años atrás, dejó de dormir, de comer. La búsqueda sin respuestas la había agotado a tal punto que se sentía muy débil.

Esta abuela y madre es una de los tantas pacientes, la mayoría mujeres, que atienden de manera recurrente en el proyecto que promueve un modelo de atención integral (médica, psicológica y social), dirigido a sobrevivientes de violencia y violencia sexual en Reynosa, Tamaulipas, uno de los Estados al norte de México con mayor desaparición forzada. Esto, “debido al contexto de violencia que se vive en la zona fronteriza”, dice Juan Carlos Arteaga, referente de salud mental de MSF en México y Honduras.

Cuando la violencia comenzó a agudizarse en este territorio, identificaron la necesidad de intervenir. A finales de 2016 comenzaron un proyecto con un enfoque en salud mental, porque el tipo de violencia que se vive en el día a día “deja grandes secuelas psicológicas”, dice Arteaga.
Una tortura diaria
El equipo de profesionales identificó de manera regular pacientes como Gladys, que han sufrido la desaparición de algún familiar y que tienen la necesidad urgente de hablar y expresar su dolor. Eso cuenta Nora Valdivia, la psicóloga clínica que atendió a Gladys.

Valdivia dice que llega un momento en el que este tipo de pacientes sienten que el flagelo los rebasa por ese duelo inconcluso y necesitan hablar, pero a la vez sienten miedo de contar lo que les sucede por temor a que desaparezcan otros familiares o a que tomen represalias contra ellos.

Si la desaparición forzada tuviera un enfoque sanitario se visibilizarían muchos más casos de este tipo. Nora recuerda que cuando Gladys llegó a la primera consulta sufría una depresión crónica: “Al haber pasado tantos años, ella tenía una resignación en cuanto a su hijo y su nuera, pero no en cuanto a sus nietos porque eran pequeños y tenía la ilusión de encontrarlos”, cuenta.

Desde ese momento comenzaron un proceso de terapia arduo: “Al principio fue complicado. Tenía muchas emociones, mucho dolor y llanto. Pero a medida que fuimos trabajando cada sesión, ella aprendió a manejar sus pensamientos, recuperó el enfoque en sí misma, el sentido de vivir, además de su salud física. El desgaste fue menor y ya podía dormir”, recuerda Valdivia.

Y es que, según Valdivia, la pérdida de sueños es uno de los síntomas que presentan este tipo de pacientes, junto con la falta de apetito, el desánimo y la tristeza profunda. “Es como un dolor latente. Una tortura diaria, porque no saben qué ha pasado con su ser querido, no saben si sigue vivo, o en qué circunstancia está. Son preguntas y pensamientos que vienen a ellas constantemente”.
Empezar a sanar la herida
A partir de las primeras terapias el paciente comienza a mejorar. Arteaga dice que “normalmente manifiestan una recuperación del sueño y apetito. Por otra parte, los pensamientos de ansiedad disminuyen, junto con los demás síntomas”. Por lo tanto, su calidad de vida mejora porque “con la desaparición de sus familiares, parece como si ellos también hubieran desaparecido. Como si su vida se hubiera extinguido”, dice Valdivia.

“Aunque con las terapias sí disminuyen las sintomatologías -dice Arteaga- manejamos este tipo de casos como si tuvieran una enfermedad crónica, de larga duración, porque al no tener certeza sobre el destino de sus seres queridos no pueden tener una recuperación absoluta”.
Privación de libertad por parte del Estado
De acuerdo con la definición de la OEA1 y/o de la ONU2, una desaparición forzada “es el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o de personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”. Se trata de un delito de derecho internacional.

Los elementos que constituyen la desaparición forzada son: la privación de la libertad, la intervención directa de agentes estatales o la aquiescencia/consentimiento de éstos y la negativa de reconocer la detención o de revelar la suerte o paradero de la persona interesada.

Argentina ratificó la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas en 1996 y la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas en 2007. La primera fue incorporada a la Constitución Nacional. Al ratificar ambos tratados internacionales Argentina se comprometió a asegurar que en su derecho interno se prohíbe terminantemente la desaparición forzada. Así, el delito de desaparición forzada fue incorporado al Código Penal en el artículo 142 ter con una pena de entre 10 y 25 años.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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