Despertó como todo los días: temprano y con lógicas ganas de dormir unas horas más. Ahí se fue, 40 minutos después, hacia la escuela, su lugar de trabajo. Debía tomar una evaluación, tal como lo había acordado con sus alumnos unos días atrás.

“Pueden empezar”, les dijo y observó el reloj por primera vez. Lo haría 4 veces más, mientras de reojo miraba al que estaba más atrás: “¿se está copiando o me parece?”, se preguntaba mientras se mordía los labios por no decir algo de lo que no estaba segura. Sabía, temía, que si acusaba sin pruebas le podían caer “con todas las de la ley en su contra”.

80 minutos más tarde, todos (incluso el presunto copiador) habían terminado. Siquiera debió insistir en la entrega de las pruebas. Fueron puntuales. “¿La hice muy fácil?”, dudó hasta que miró el techo de chapa y madera que, a destajo, habían remendado en una tarde. “Quién quiere estar más tiempo en este lugar. Qué frío!!!”, dijo en un temblor. La última tormenta casi lo había volado, pese a que el edificio era nuevo (un año y medio atrás, lo habían inaugurado las autoridades máximas de la provincia).

Luego de una semana, nuevamente estaba delante de los 29 adolescentes que tenía como alumnos en ese tercer año del secundario. Nada extraordinario: aprobaron los que habitualmente lo hacen (hubo tres que merecieron un 10 con una felicitación incluida), varios quedaron en el límite y otros cuantos reprobaron, incluido el que presuntamente se había copiado. Recibió, por lo poco y nada que había respondido, un alentador 3,50. Pudo haber sido menos.

Al finalizar la clase, la esperaba el vicerrector. “Observé sus últimas correcciones. Aquí le dejo, por escrito, algunas observaciones para que aplique de aquí en más”, le manifestó mientras le entregó una hoja prolijamente escrita de puño y letra por él.

Dice: “recuerde no usar la palabra “prueba”. Puede usar ejercitación, verificación de contenidos en forma oral o escrita, revisión de contenidos en forma oral o escrita, etc. Estamos tratando de desterrar la palabra “prueba o evaluación”.

En otro párrafo, le recordaba: “ya hablamos de no poner el número 4. Puede poner: “menganito debe dedicar mayor tiempo la estudio. No pude verificar si comprendiste lo aprendido”… algo así, brindándole la oportunidad de hacerlo mediante otra forma, o como usted lo crea necesario, según las características del alumno… siempre alentando para que puedan sortear ese obstáculo.

Luego, antes del formal saludo de despedida, le remarcó: “el 3,50 tampoco va! Pregúntele si comprendieron el tema o qué dificultades encontraron o si no estudiaron realmente. Al “desaprobado” póngale algo alentador”.

La historia que les relato ocurrió en una escuela de nivel secundario entrerriana, simplemente le hice sutiles modificaciones para no involucrar a la persona que gentilmente me aportó su testimonio.

Puede, con cierto facilismo, acusarse al directivo de ser “más papista que el Papa”, por usar una expresión de fácil comprensión en nuestro hablar popular. En verdad, la historia que aquí les relato es habitual en muchas escuelas entrerrianas. Algunos aún se las rebuscan para “gambetear” las indicaciones de Educación.

Es “buena onda” evitar utilizar expresiones que provoquen algún grado, por mínimo que fuere, de frustración en los gurises. Así se entiende que aún con un elocuente 3,50, las recomendaciones sean no usarlo. “Tampoco va!”, dijo el hombre de nuestro ejemplo.

¿Algún puede creer que Lionel Messi siempre fue exitoso y convirtió goles de a montones? ¿Por cuántos lugares debieron deambular los mejores exponentes de la música hasta encontrar el éxito? A diario, ¿cuántas cosas hacemos perfectamente bien y en cuántas nos golpeamos la cabeza contra la pared sin encontrar la clave?

Habitualmente, este tema no forma parte de la agenda de debate entre las autoridades gubernamentales y los representantes gremiales docentes. ¿Por qué será? Pero el permanente menosprecio al rigor bien entendido, a la exigencia para consigo mismo (valerse de todas las herramientas necesarias para dar la mejor clase posible) y para los demás (seguimiento y posterior evaluación de los alumnos) es moneda corriente en las escuelas. Hay desaliento.

Aclaro, recuerdo que en el ámbito docente, así como en cualquier otro espacio laboral, hay buenos (excelentes, en algunos casos), regulares y malos (chantas incluidos). Releo, les comparto, lo que apareció publicado en Facebook: “Por un policía corrupto, no puedo denigrar a la institución; por un sacerdote inmoral, no puedo castigar a la iglesia y por un médico que hace de la salud un comercio, no puedo olvidarme de todos los Favaloros…”

Breguemos, entonces, por más "Favaloros" en las escuelas y menos profes "buenas ondas".

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