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Los ejemplos que puedo arrimar son muchos. El del personal del aeropuerto que tiene a su cargo cuidar y ubicar a las valijas de los viajeros. O el de los aduaneros, que mientras atentamente ponen los ojos en una botella de aceite que lleva una anciana y pobre señora en una chismosa, antes o después de habérsela secuestrado, deja expedita la vía para que pase un tractor. O la del médico que examina a una paciente en el hospital, y la manda a operarse en la clínica en la que ejerce en forma privada su profesión.

Pero esa letanía de comportamientos perversos, en ninguno de los casos significa en realidad “estar durmiendo con el enemigo”.

¿Y esto de qué se trata? Del caso de aquellos que al comportarse mal, al mismo tiempo violan la confianza que obligadamente tiene que poner en ellos su superior, dado que de otra forma las cosas no pueden funcionar.

Una situación que es frecuente en el caso de nuestras fuerzas de seguridad. Cuando un agente (no es mi intención hacer referencia personalizada ni a la Policía, ni a la Gendarmería, ni a los prefectos) que efectúa el secuestro de una mercadería prohibida se queda con una parte de lo secuestrado, convirtiendo lo retenido en botín. O quien tiene a cargo “la inteligencia” en una de esas fuerzas y la utiliza para brindar información no a los encargados de cumplir la ley, sino a sus violadores. Situaciones todas ellas que nos llevan a no saber si nos encontramos ante un guardián que es a la vez ladrón, o ante un guardián que hace de ladrón.

Aunque no se trata de avanzar mal rumbeados. Porque la cuestión pasa por la forma en que hemos llegado a esta situación. Algo que nos hace pensar en el ejemplo que dan tantos maestros a seguir. Porque nadie nace sabiendo jugar a eso de intercambiar papeles que convierten al guardián y al ladrón en una única persona con dos caras, que en realidad es una, y que en la época de mis padres se lo conocía como “falluto caradura”.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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