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Sé ya que nunca galoparé a campo traviesa una mañana de otoño, fría y con olor a humo.

Leo una reseña sobre lo que ocurrió con los caballos durante parte de siglo anterior y a un buen número de ellos.

Quizá por mi niñez pueblerina, la imagen que guardo de los caballos probablemente no sea muy feliz: no eran muy numerosos ni demasiado gallardos. Estaban los del aguatero, con aspecto de vencidos, los de los coches fúnebres negros, lustrosos y solemnes, los atados al sulky de la verdulera, castaño obscuros, los invisibles del carro del lechero, que no vi nunca pues llegaban a la madrugada. Todos ellos habrán ido desapareciendo. Y estaban los del circo, con manchas grises y blancas con la amazona respectiva. Y los más hermosos: los de la Policía.

Durante la Primera Guerra Mundial murieron 8 millones de caballos y un número mayor pero no registrado de burros y mulas. Ya había comenzado su reemplazo gradual por el aumento de los autos y otros vehículos, pero continuaron siendo numerosos hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Las fatalidades humanas de esa cruenta guerra oscilan entre los 10 y 30 millones y un número similar de heridos. Toda una orgía de sangre.

Ocurrió una “descaballización", según el neologismo de un escritor ruso (Isac Babel), que fue mucho más prolongada y reciente que lo que creemos.

En la Inglaterra de 1860 eran los caballos tan numerosos en las ciudades como en el campo, en el año 1900 la relación era 2 a 1. Un banquero de Boston, alrededor 1880, vería en el día muchos más caballos que un habitante de Tejas o Colorado (Estados Unidos), y en Nueva York la relación era de un caballo cada cuatro habitantes. Cada día caían en las calles de esa ciudad 1.100 toneladas de bosta y 70.000 galones de orina (la conversión que hice a litros arrojó una cantidad casi inverosímil, quizá ustedes tengan más suerte). Los chasquidos de los latigazos resultaban para algunos ensordecedores: "cortan en rebanadas el cerebro y hacen tambalear nuestros pensamientos", (Schopenhauer). Una enorme economía giraba alrededor de los caballos, y su vida útil no era demasiado larga ya que a los cinco años sus rodillas comenzaban a flaquear. Las grandes novelas del siglo XIX cuentan con caballos en su trama, y -dicen- que todas las ideas fuerza de ese siglo tan progresista pueden vincularse de una manera u otra con los caballos.

El 3 de enero de 1889, cruzando una plaza en Turín, Federico Nietzsche se topa con un cochero golpeando brutalmente a un caballo rendido, doblegado en el suelo. Se recuerda que el filósofo se agachó para abrazarlo, unos dicen que llorando, otros que le habló al oído. No sabemos qué pasó con el caballo, pero Nietzsche perdió la razón.

El desarrollo de la energía a vapor aumentó inicialmente la dependencia de caballos y mulas. La tracción a sangre trabajaba en "tandem" con las máquinas a vapor. El número de caballos y mulas se sextuplicó en los primeros 40 años del siglo XX. "La civilización industrial montó sobre la civilización del caballo. Un animal lleno de significados contradictorios: amigables e indómitos, domesticables pero usados para la guerra, aristócratas anacrónicos y descartables". Fue uno de los primeros símbolos del maltrato animal y alrededor de 1880 surgieron las primeras protestas escritas en Estados Unidos reclamando un trato más humanitario.

Un historiador apuntó que los antropólogos ven al hombre, los historiadores al granjero, los técnicos al arado pero nadie al caballo (Raueff). (Me permito disentir, adivino que el gaucho veía al caballo y también al indio. ¿Y don Quijote no veía a Rocinante?).

Pese a la larguísima relación entre el hombre y el caballo, el conocimiento sobre su conducta es muy escaso. En 1980 se sabía más sobre la vida social de las cebras que sobre la del caballo.

Tuve un par de caballos felices en mi niñez. Los que habitaban un libro de color celeste, editado por Peuser, "Mancha y gato". El extraordinario viaje de estos caballos criollos, de la raza rescatada por E. Solanet, que conducidos por un suizo Aimé Felix Tschiffelly hicieron el trayecto de Buenos Aires (partieron de la Sociedad Rural un 24/04/1925) hasta Nueva York, a donde arribaron el 28/09/1928. Marcharon a un promedio de 46 km/día, llanos y grandes alturas (5900 m. sobre nivel del mar, en Bolivia). Lo cumplieron en 504 etapas, en 3 años, 4 meses y 6 días. Creo que están embalsamados en el museo de Luján.

Pues después de muertos algunos caballos siguen cumpliendo su destino. De Marengo, el más famoso de los caballos de Napoleón, el que tenía nombre de batalla, fueron sus pezuñas transformadas en cajas de rapé.

Un buen consejo de Atahualpa Yupanqui: "Siempre he pensado que nada es mejor que viajar a caballo, pues el camino se compone de infinitas llegadas. Se llega a un cruce, a una flor, a un árbol, a la sombra de una nube sobre la arena del camino, se llega al arroyo, al tope de sierra, a la piedra extraña. Pareciera que el camino va inventando sorpresas, para el goce del alma del viajero".
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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