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El cannabis o el cáñamo, o como quiera sea la forma en la que lo designemos, de un tiempo a esta parte, se ha vuelto “amigable”. Hasta da la impresión de que asistimos a una exaltación de sus virtudes verdaderas y falsas, en una forma que lleva al olvido de que en su estructura esa planta contiene componentes caracterizados como narcóticos, y que llevan a que en un momento dado la asociemos con la denominación de “marihuana” o “hierba”, palabras que en un tiempo eran pronunciadas con molestia, cuando no como señal de alarma.

Así no solo hemos descubierto las virtudes curativas que se atribuyen al aceite obtenido de esa planta, sino que hemos visto se destaquen el valor que tiene el empleo de sus fibras en la industria textil -dejando de lado su utilización milenaria para la fabricación de sogas- hasta inclusive destacar lo que la gastronomía gana con su utilización en la preparación de platos de lo que se conoce como la “alta cocina de autor”, la que no solo viene a resultar sabrosa y además de ello… saludable.

Junto con ello han aparecido -y así lo proclaman, exigiendo un trato que legalice la actividad- los “cultivadores artesanales” del producto, que vendrían a ser aquellos que lo hacen con fines de autoconsumo, forma de actuar que está legalizada.

Frente a lo cual, y haciendo abstracción del juicio que pueda merecernos el cultivo para auto consumo, nuestra preocupación se hace presente y tiene que ver que con el pretexto de los otros usos “artesanales” del cannabis, conociéndonos como nos conocemos, existan quienes la destinen a ser utilizada como narcótico comercializable.

De allí que ante esa posibilidad, opinamos sería oportuno que se le diera a esa producción un encuadre legal, que impidiera su desmadre.

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