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Tengo una amiga, a la que considero muy amiga, pero nada más que mi amiga, porque no entiendo qué es eso de los amigos con derechos, cuando uno sabe que todos los amigos tienen los mismos derechos entre sí, empezando por el merecer del otro, consideración y respeto. Punto y seguido, porque una vez más me estoy por ir a la banquina.

Ya que lo que quería decirles es que, como sobre gustos no hay nada escrito y hay algunas chicas que les gusta cocinar y en especial piononos, de esos que no se rompen al doblarse y que quedan muy bien cargarlos de dulce de leche. No sé si saben que a mí no me convence el relleno de atún, aceitunas y mayonesa, no sé si porque me corro de toda mezcla de dulce con salado, y hay otras que se pasan a la pesca no digo de un marido, sino de lo que hoy se llama una relación estable y permanente con alguien que sea inmensamente rico, y a la vez bobo, lo que se llamaba un bobeta.

Mi amiga es distinta porque tiene otros tipos de gustos. Será porque de chiquita siempre decía que cuando fuera grande le gustaría estudiar para ser una física cuántica, y ha de ser por eso que se desilusionó tanto al saber qué eran los cuantos, y ahora se ha vuelto más modesta en sus aspiraciones que se han vuelto predilecciones, ya que repite incansablemente que a ella le “encanta sacar costos”, aunque es dueña de una boutique escasa de prendas y más aún de talles, de la que la pobre no sé si saca para pagar la luz, ya que en alquiler no tiene que pensar, porque el local es de su tía.

De nuevo, punto. Porque otra vez me estoy… Porque lo que quería decir no era tan solo de la vocación de mi amiga, que me da la impresión que la ha llevado a uno de esos callejones que se dice no se sale; sino que en fin, caso después de mucho tiempo en que ni siquiera pensaba en decidirme por nada que no fuera a estar todo el día tirado en la cama; pensando en todo tipo de cosas, menos en una que significar, ya que nunca me faltó gracia a Dios y mis padres tener eso de la mesa siempre bien servida.

Pero de un día para otro, y más precisamente el 14 de febrero de 2019, la verdad no sé si es o no un “año del Señor, que mi vocación de servicio a los demás, lo que no quita que se pueda pensar en aprovechar la volada para hacerme de unos cuantos mangos”; de un día para otro me encontré en que mi vocación estaba en ser criptógrafo, o sea en la criptografía.

Por lo que yo ya creía saber, la criptografía es ese saber que en el mundo de la guerra y los espías permite por una parte escribir textos que en realidad quieren decir algo muy distinto a lo que se le lee, y que lo que realmente se quiere trasmitir está escondido dentro de palabras que significan otras cosas, y quien de esa manera extraña por un lado y por el otro alguien que trata de descubrir qué es lo que debe leerse escondido en lo que se lee. De donde nos encontramos ante lo que parece ser el juego de los juegos, algo así como el de las adivinanzas llevado más allá del firmamento. Y me sentí contento en llegar a saber que había encontrado un sentido a mi vida, y ese sentido consistía en volverme el mejor de los criptógrafos.

Aunque debo confesar que imprimirle ese rumbo a mi existencia no fue una inspiración que bajó del cielo, sino que apareció después de que me agaché para levantar una hoja de Clarín medio rota y sucia, cosa que hice porque vi que era la página que le dicen de humor gráfico.

En la cual lo único que en realidad se podía leer, porque el resto de la página -como dije- estaba medio rota y medio sucia, fue lo que alguien había escrito, no sé si de verdad un periodista, donde me encontré con la novedad de que el número de palabras que en nuestro país conocen y cuyo significado comprenden los argentinos es cada vez menor, lo que viene a querer decir que nuestro lenguaje es cada vez más pobre y que está por llegar el día en que no nos vamos a entender el uno con los otros -eso de llegar a no entenderse me parece una burrada, ya que está lleno de personas que se hablan entre ellas y nunca terminan de entenderse, como es el caso de los políticos- porque no tendrán el vocabulario necesario para hacerse comprender.

Dicho clarito, según el que escribió en el diario: el número de palabras necesarias para poder darnos a entender entre nosotros es de 500 y, al parecer, vamos en rápido camino a llegar a saber tan solo 200. Y no es cuestión de suponer que podamos seguir siendo como somos y manejándonos solo por señas, cosa que es posible, porque de ser así habríamos retrocedido a la animalidad pura y perdido toda posibilidad de entendernos en la mínima expresión de lo que, algunos que se las tiran de sabiondos, llaman lenguaje abstracto.

Y ahí es donde aparezco yo, y los que son como yo nuevos criptógrafos, porque eso de “neo” tan común hoy, por otra parte me disgusta. Los que estamos en condiciones de suministrar a todo el que lo quiera las otras 300 palabras que les permitan comunicarse como humanos y en realidad, sentirse humanos.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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