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El robo de duchas en La Paz
El robo de duchas en La Paz
El robo de duchas en La Paz
Nos estamos refiriendo a un ejemplo de esa afirmación que viene a confirmarla. Se trata de un hecho del que ya habíamos informado en nuestro portal digital.

Sucede que en ciudad de La Paz, desaparecieron dos de las tres duchas – la información no aclara si se llevaron hasta los caños- que se habían colocado en el balneario El Faro de aquella ciudad, con el obvio objeto de ser utilizado por los bañistas, antes de marcharse, como forma de brindarles un servicio más.

La reacción que en el vecindario lapaceño provocó lo ocurrido fue la lógica, y es por eso que no resulta necesario que nos hagamos eco de ella. Por lo demás, se trata de una situación que a esta altura de los tiempos no debe causarnos extrañeza, ya que vivimos en una sociedad en la que, según los dichos sinceros y a la vez veraces de un dirigente político, la rapiña, la rateada, el latrocinio – o como quiera designárselos, ya que la imaginación que acompaña al crecimiento de hechos de esta naturaleza no tiene límites entre nosotros, no a la hora de erradicarlos sino de designar a sus autores- se ha convertido “en un trabajo”. De donde el escuchar decir a alguien que “se marcha a trabajar”, cabría aplicarlo también a quien “sale a robar”, al que inclusive, como a muchos trabajadores ambulantes se les escucha decir de una manera sentenciosa que “está dura la calle”.

Inclusive existe una reflexión, cuyos alcances pasan por lo general inadvertidos, pero que deberían provocar el mismo indignado pavor. Es cuando se escucha decir, luego de una “entradera” a un comedor comunitario ubicado en alguna de las “villas” periféricas, que “resulta escandaloso y una verdadera barbaridad que estamos llegando a que los pobres roben a los pobres”; algo que es cierto, pero que de cualquier forma no sería reprobable si la víctima fuera “un rico”, convirtiendo a los autores de esas salvajadas en una suerte de Robin Hood, que por lo demás, en realidad es trucho.

Pero si las pequeñas rapiñas son en el fondo tan graves como los sofisticados y cuantiosos robos – aun en el caso en que estas acciones no vengan acompañadas de lesiones o de muertes- lo son aún más cuando lo agredido es “lo público”.

Y como tal entendemos, en primer lugar, los bienes de esas características, que van desde esas duchas, a las placas y monumentos, sin olvidar los árboles de parques y paseos y hasta los bancos de las plazas. Se trata de bienes que por su naturaleza son de todos y a la vez no son de nadie, pero que están a disposición de todos, y que la habilitación de su uso exclusivo debe ser no solo excepcional, sino materia de cuidadoso análisis.

Pero el concepto de “lo público” no se reduce tan solo a las cosas que se consideran de ese dominio, sino que incluye también las instituciones de ese carácter, que como tales y a todos los niveles pueden ser materia del mismo maltrato.

Es lo que ocurre en el caso de que quienes ocupan cargos estatales hacen no ya uso sino abuso de los mismos, desnaturalizando su carácter en la medida que pasan de ser “servidores públicos” a “servirse” de su situación en beneficio propio o de determinados intereses que nada tienen que ver con el común.

Una situación que no solo se hace presente en el caso de los cargos jerárquicos sino que puede suceder en una manera de actuar que se infiltra de una manera venenosa en todo un sector de la administración. Así se da el caso de lo que se escucha decir de la policía santafesina –lo que no quita que en la misma exista una mayoría de personal honesto, algo que al menos es lo que creemos porque en el caso de no ser así, las cosas podrían llegar a dar muestras de una gravedad casi irreversible-, de la que se escucha decir, repetimos, que “más que ser un auxiliar de la justicia, por lo que se ve y lo que se escucha parece ser un auxiliar de la delincuencia”, cuando no lisa y llanamente una parte integrante de ella.

En tanto existe un tercer nivel de “lo público”, de carácter casi tangencial que es el que se da en las situaciones que se viven en lo que un antropólogo francés contemporáneo – contemporáneo no por el hecho que esté con vida, sino porque su estudio se aplica a las sociedades actuales avanzadas, y no a las sociedades ágrafas primitivas” que ha acuñado la expresión “no-lugar”, para referirse a lugares no son los que entendemos como lugares públicos, sin que por ello no lo sean.
El ejemplo superlativo que se da de un “no- lugar” es un aeropuerto, aunque también podría aplicarse a las estaciones terminales de todo medio de transporte, en especial las de ómnibus. Es que en su caso no se da la característica esencial de un espacio público, cuya condición especial no es solo la presencia de un “cara a cara”, sino la interacción que pone un más a ese cara a cara. Y que puede darse y se da en tantos lugares privados con acceso al público – una condición ahora en decadencia donde se da la coexistencia de tantos lugares donde se advierte en forma clara la existencia de “la reserva del derecho de admisión”- como es el caso de un estadio de futbol, aun en el caso de que el espectáculo que allí se vive quede desvirtuado por la presencia peligrosa de las barras bravas.

En tanto lo que tienen de común esas tres variantes de “lo público” es que su degradación comienza por ser la manifestación de ausencia de respeto a esos ámbitos, personas o cosas y terminan convertidas en una pérdida del auto respeto.

Concluimos recalcando que ese maltrato tiene su costo, y a medida que se vuelve mayor, lo es también el costo que se paga. Todo ello sin que sea necesario no dejar de advertir, que a medida que crece el desbarranque, se hacen más notorias las posibilidades de llegar a entrever al final del camino lo que ahora se conoce como un “Estado fallido”, montando sobre una sociedad bloqueada hasta dar muestras de una rigidez propia de las piedras.

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