"Un hombre culto (...) de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del Hijo de Dios, Jesucristo?"

Tal el interrogante que, a manera de desafío, planteó hace ya un siglo el gran escritor ruso Fiodor Dostoievsky.

Lo que torna al asunto más dramático y complejo es que la "pretensión inaudita" del cristianismo no se limita a la aceptación de la existencia de un ser creador, o de un "primer motor inmóvil". En eso es bastante más fácil creer.

La provocación de Quien nace en el pesebre de Belén va muchísimo más lejos, hasta rozar incluso el escándalo y la locura: Se trata de un Dios que en vez de manifestar su enorme poderío imponiéndose mediante signos tan extraordinarios que hasta el más incrédulo terminara postrado a sus pies, adopta como método para ofrecerse a nuestra libertad la fragilidad de lo humano. Y, para colmo, de lo humano en su versión más postergada y débil.

"¿No es el carpintero, el hijo de María?"


De eso se escandalizaban los jefes religiosos y las personas instruidas de su tiempo. "¿No es el carpintero, el hijo de María?", decían. Es decir, ¿no es uno como nosotros, cuyos orígenes se pueden conocer, cuya identidad es accesible y puede ser investigada como la de todo el mundo? "Pero el colmo del escándalo -explica Luigi Giussani- lo constituía el hecho de que no solamente su identidad a primera vista no presentaba nada de misterioso -el carpintero, el hijo de María-, sino que su personalidad humana mostraba una disponibilidad desconcertante con todas las capas de la población, sin recato alguno hacia los más indignos, los inferiores, los más criticables. Más aún, ostentaba una propensión particular hacia ellos. '¿Cómo es que come y bebe en compañía de publicanos y pecadores?', le recriminaban. Y semejante hombre se atrevía a decir 'Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es a través de mí'. Se atrevía a implicar hasta tal punto a Dios con su propia persona que llegaba a identificarse con Él".

Y como si algo faltase para terminar de desconcertar a todos, antes de partir eligió como "soporte" para "permanecer" en el mundo y para proponerse como respuesta a las búsquedas más profundas del corazón humano, el testimonio de personas cuyas vidas cambiaron a partir de creer en Él, pero aún así todos ellos igualmente frágiles, pecadores, inconstantes, incoherentes, limitados.

Como decía de sí mismo el Cura Brochero, nuestro primer santo argentino: "Soy idiota, sin tino, sin virtudes".

A propósito de este Dios que elige para comunicarse algo tan atravesado por miserias como lo es el "factor humano", dirá el socialista francés Charles Peguy: "Nosotros, que no somos nada, que no duramos, que no duramos por así decir nada (sobre la tierra). Es insensato, precisamente nosotros estamos encargados de conservar y de alimentar eternas en la tierra las palabras dichas, la palabra de Dios".

El desconcierto no termina allí. Hay todavía más: El Dios cristiano, en vez de venir a exterminar a los "malos" y a premiar a los "buenos", es pura Misericordia, se compadece de nuestras caídas, está dispuesto a perdonarnos tantas veces como estemos dispuestos de corazón a pedirle perdón por los extravíos de nuestra libertad.

¿Puedo yo creer?


¡Vaya si resulta valioso el planteo de Dostoievski!

El hombre intelectual, el científico, el acaudalado empresario, el político encumbrado, el profesional destacado, "¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del Hijo de Dios, Jesucristo?", tan a contramano de los criterios racionales con los que solemos identificar al "éxito".

La pregunta se vuelve infinitamente más molesta cuando se plantea en primera persona: ¿Puedo yo creer?

Y si no creo en Él, ¿en quiénes o en qué cosas deposito ese deseo de infinito, de felicidad, de plenitud, que palpita en lo más hondo de mi ser? ¿Hay algo que sacie esa terca sed, que ni la diversión, ni la tecnología, ni la cultura del entretenimiento continuo, ni los placeres, ni los actos altruistas por más reconfortantes que sean, ni la familia con toda su hermosura a cuesta, ni los amigos con su enorme valía, ni la naturaleza con sus maravillas, ni las más atractivas ideologías políticas, ni ninguna otra cosa consigue saciar plenamente?

La libertad, respetada a rajatabla


Lo fascinante es que nadie puede responder por nosotros a esta búsqueda.

El mismísimo Dios cristiano que se encarna en Belén se muestra dispuesto a respetar a rajatabla nuestra libertad. Incluso cuando la usamos al servicio del mal. Y dice esperar nuestro sí, dispuesto a recibirlo aún si llegara apenas unas milésimas de segundo antes de la muerte, o después de un camino lleno de caídas y traiciones.

En fin, es tan especial este Dios que no sería de extrañar que esté dispuesto a acompañarnos a levantar las copas este 24 de diciembre a la noche sin "medir" cuán verdadera es nuestra fe, sin acusarnos de incoherentes para el caso de que sólo celebremos por seguir una hueca costumbre heredada de antaño, o por aturdirnos, o por huir de nosotros mismos, o simplemente por pasar un buen rato.

Al fin y al cabo, todo lo anterior se resume en esto: Él es Amor, y el amor todo lo espera.

¡Feliz Navidad!

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