La primera vez que escuché que el Papa elegido era argentino no lo podía creer. Estaba trabajando en un restaurante australiano, cuando lo vi en el diario, cuando me dijeron en chiste mis compañeros latinoamericanos ahora quién va a parar el ego argentino, y vi como dos oriundos de ese país brindaban en su honor. Sí, Francisco, o Bergoglio como lo conocíamos, ese hombre que había estado presente en mi colegio dando una misa, ahora iba a ocupar el puesto más importante dentro de la Iglesia Católica.

Con sus métodos poco ortodoxos, su forma distinta de hablar y de pensar, el aire rejuvenecedor y la esperanza se apoderaron de los fieles, y de los no creyentes. Hoy todavía sigue presente esta ilusión.

Hubo grandes hitos que marcaron su popularidad desde que asumió. Su humildad, optó por seguir viviendo en la residencia Santa Marta del Vaticano, en lugar de mudarse al amplio departamento papal, porque aprecia estar “junto a otros miembros del clero”; su buen corazón, les habla a todos con la misma altura que a los más importantes y los recibe de brazos abiertos en Roma; su apertura mental, reconociéndole un lugar a los gays y divorciados en la Iglesia; su acercamiento a los jóvenes, lo vimos en Río en 2013 durante la Jornada Mundial de la Juventud con su llamado para que “hagan lío”; y su deseo de mejorar la educación como camino para abrir puertas, oportunidades y sueños con su proyecto Scholas.

Ahora, no sólo es un hombre que da grandes discursos o hace grandes promesas, sino también que sorprende con pequeños gestos. La semana pasada realizó una acción que nos llena de esperanzas a través de un mensaje dirigido a una creyente que atraviesa uno de los dolores más fuertes que alguien puede sentir en vida, la muerte de un hijo.

El Papa llamó a la madre de Mariano Benedit, quien apareció muerto el año pasado en un hecho confuso, en el que se sostiene su suicidio pero otro desconfían de esta versión y lo vinculan a un ajuste de cuentas. Sin embargo, esto no es lo importante, sino la historia de sus familiares, quienes sufren el no tener más a un miembro de su familia, por más que pudiera estar involucrado en negocios ilegales. Son ellos, los detrás de cámara, los que más solos y abandonados se sienten y los que más necesitan consuelo.

No es sólo por el amor que le tenían a esa persona hoy devenida públicamente a menos, sino también porque algunos les hacen creer que no pueden llorar por ese amigo, ese hermano, ese hijo, que no hizo todo bien. Es casi como si alguien les prohibiera a las hijas de Nisman llorar la muerte de su padre.

El Papa entendió justamente esto y por eso llamó en el momento más oportuno a la madre de Benedit, cuando ella acababa de entrar a su casa luego de un tiempo en el campo para enfrentar la realidad, la rutina y la soledad.

Le dijo que tuviera fuerzas, que venían tiempos difíciles y le trasmitió paz y esperanza. Me gustaría poder transcribir el mail que Miguel Benedit compartió con sus amistades relatando el hecho pero por resguardo a su intimidad solamente me limitaré a decir que el momento del llamado fue el perfecto, porque fue una voz de aliento, un “vos no estás sola”.

Podemos ser católicos, musulmanes, budistas, ateos, etc, pero en definitiva en los momentos más difíciles nos sentimos abandonados, dejados en soledad librados a nuestra suerte. Con este llamado, cuya existencia se viralizó a través de este mail, podemos ver que nunca estamos solos. Porque el Papa la llamó, pero el llamado en verdad existió como respuesta a un acto de su hijo quien desesperado quería ayudar a su madre.

Francisco no va a poder llamar a todos los ciudadanos del mundo, pero puede llegar a algunos de ellos y con esos mensajes termina llegándonos a todos. Este Papa brinda ilusiones, ojala que cada día traiga muchas más. Todos necesitamos alguien bueno en quien creer. Por ahora, nos está dando eso. Seguramente, nos dé todavía mucho más. Esto recién empieza.

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