Nunca me gustó mucho que digamos el 7 de junio.

No sé muy bien por qué. Tal vez sea sólo una cuestión visceral. O porque me hace pensar demasiado. O porque soy complicado nomás...

Son esas fechas bisagras, en las que uno se replantea cosas, se promete a sí mismo cambiar lo que supone haría falta cambiar. Son sólo promesas, como cuando en la primaria empezábamos un cuaderno nuevo.

Tal vez no me guste el 7 de junio porque tiene demasiada prensa. Casi ningún otro oficio o profesión tiene un día tan "célebre"... Un privilegio inmerecido.

Tantos honores, tantas palmadas en la espalda, tantos masajes al ego, tantos brindis, marean, y, sobre todo disimulan la realidad de un oficio por lo general muy mal pago, precarizado, bordeando siempre la informalidad, supeditado a la pauta privada siempre escasa y a la estatal disciplinante.

Como sea, y por contradictorio que parezca, bienvenido sea el incómodo 7 de junio de cada año, si nos ayuda a desinstalarnos, a apartarnos de las avenidas anchas, asfaltadas e iluminadas, para atrevernos a abrir un sendero hacia las periferias.

Atribuyen a Emmanuel Mounier haber dicho que "lo único que vale es la inquietud divina de las almas insatisfechas. ¡Ay de los espíritus limitados, de las personas sentadas en las cátedras, de la personas satisfechas, de los inteligentes, de los u-n-i-v-e-r-s-i-t-a-r-i-o-s! (?)", decía...

En nombre de esa insatisfacción que recomienda Mounier, me pregunto:

1) ¿Sólo robar fondos públicos es corrupción? ¿Cuáles son los rostros de la corrupción que tal vez soslayamos?

2) ¿Podemos aportar algo desde el periodismo para achicar la tan mentada grieta en vez de ahondarla aún más?

3) ¿Aparte de denunciar al mal, no deberíamos parecernos a los cirujas y rescatar de entre la inmundicia toda partícula de realidad en la que asome algo bueno?

La corrupción que no vemos


Por estos días que corren, justo cuando el periodismo es aplaudido e idolatrado por arrancar las caretas a los que se afanaron todo, una pregunta inoportuna no me deja en paz: ¿cuál es la peor de las corrupciones?

Algo me hace ruido. Intuyo que los reflectores están iluminando sólo una parte de la realidad. Y que, tal vez, nos estemos volviendo cada vez más indiferentes a otras cosas.

No cabe duda que está muy mal apropiarse de fondos del Estado. Pero haríamos bien en abrir la mirada, porque ahí no acaba el asunto.

No es casual que al Papa Francisco le preocupe tanto la globalización de la indiferencia e insista con salir hacia las periferias.

Porque la indiferencia también es corrupción. Es el pecado de omisión. No es lo que hacemos mal sino lo que no hacemos. Y sus consecuencias no son menos graves.

El indiferente -que puedo ser yo, que puede ser cualquiera de nosotros- se siente buen tipo porque no roba ni mata, pero mira para otro lado -o si mira no lo escandaliza- mientras a su alrededor perduran graves injusticias y desigualdades extremas, enquistadas desde hace décadas, bajo la forma de deserción escolar, desnutrición, precariedad laboral, casillas indignas, hacinamiento, desarraigo.

Años de demagógicos discursos progresistas y populistas, usados para encubrir raterías con un manto de falsa sensibilidad social, terminaron por desteñir una de las banderas que más urge levantar, si de verdad se quiere un cambio. No sea que la enarbolen de nuevo los mismos de antes, para ensuciarla otra vez.

En fin, se trata de avergonzarnos de que haya hambre en esta patria bendita del pan. "Lo que nos falta no es comida, lo que nos falta es vergüenza", dice Abel Albino.

Nos hemos peligrosamente acostumbrado a la miseria, la droga, la violencia de género, la desestructuración familiar y escuelas con edificios devastados, donde ninguno de nosotros mandaría a sus hijos. Atender a estas realidades debería ser prioridad, no como un espectáculo, tampoco como una táctica para golpear al gobierno de turno, pero sí como provocación permanente al poder y a la ciudadanía para revisar estructuras injustas, mediante políticas de fondo que no se queden en el asistencialismo clientelar.

También en esto el periodismo debe ser ese aguijón que perturba las conciencias adormecidas y los consensos cómodos, para que el "mani pulite" al que estamos sirviendo no acabe como una película más, donde los presuntos malos terminan presos, los supuestos buenos aplaudamos desde las butacas, y nos vayamos todos contentos a dormir, mientras la deuda social sigue allí y -por dar un ejemplo- el dinero recuperado a los corruptos es usado en la compra de patrulleros para mantener a los que menos tienen lo más lejos posible de los que más tienen. Convalidar una sociedad así conlleva la peor de las corrupciones.

Redescubrir lo humano en lo profundo de la grieta


La grieta de la que tanto hablamos hoy no es otra cosa que una versión renovada de otras tantas que dividieron a los argentinos, incluso desde antes de su nacimiento como Nación.

Siempre la trampa que llevó a las partes a cavar hondas trincheras ha sido el maniqueísmo: nosotros, los buenos, contra ellos, los malos. Una simplificación que ofende a la inteligencia.

Solo la enajenación, la falta de realismo para mirarnos a nosotros mismos y a los demás, conduce a esta impostura, que algunos vivos alimentan, porque sabido es que dividir siempre sirvió para reinar.

Los periodistas deberíamos parecernos a Ivo, el protagonista de la película Mandarinas, que socorre en su casa a dos hombres heridos: uno checheno y el otro georgiano. Ambos enemigos, fanatizados por la guerra.

Ivo los valora por igual, los cuida por igual, los cura por igual. No cae en la trampa de los bandos ideológicos. Ve lo que los diferencia pero también lo que tienen en común, la condición humana de los dos, y termina logrando que ellos se miren a sí mismos y entre sí de ese modo.

Qué gran aporte haríamos si desde los medios ayudáramos a redescubrir la verdad de las personas, su humanidad escondida tras las caparazones ideológicas y los rudimentarios y enfermizos esquemas maniqueos, que solo saben de venganzas sin fin.

Se trata de recuperar el asombro y la fascinación por la condición humana común, por ese mismo corazón que late en todos con los mismos deseos, galopando detrás de la felicidad, equivocándose, desviándose, empantanándose, arrepintiéndose, intentándolo de nuevo, una y otra vez.

No sólo carroñeros; también cirujas


Por último, me preocupa que nuestro periodismo, centrado casi exclusivamente en la necesaria reacción frente a lo que está mal, cultive una actitud desesperanzada.

San Francisco llamaba a la realidad entera y hasta a la mismísima muerte como "hermana". San Agustín decía que "todo es amigo para quien tiene un amigo". Ambos partían de una certeza que escasea en nuestra época: la positividad última de la vida.

Somos hijos de un nihilismo que no cree en nada ni en nadie. La vida, la familia, los hijos, el barrio, la ciudad, el país, la época, todo se nos ha vuelto problema antes que don a agradecer. Nos invade una desconfianza llena de prejuicios y vivimos a la defensiva de lo que puede acontecer.

Se me dirá -y tal vez con razón- que no es periodismo andar ocupándose de lo que anda bien, de los buenos ejemplos. Pero siento que hay que intentarlo. Que lo necesitamos.

Imitemos a los cirujas, que revuelven la basura en busca de algo que sirva, que pueda ser útil, que tenga valor, que pueda ser rescatado, salvado.

Es verdad que no podemos dejar de denunciar lo que está mal, cueste lo que cueste, pero ¡Dios nos salve de volvernos ciegos, indiferentes, ante el bien, la belleza, el amor, el perdón, que también existen y a raudales!

«Decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, decir tontamente la tonta verdad, preocupadamente la preocupante verdad, y tristemente la triste verdad». Así definía al periodismo Charles Peguy.

Entre esas "tontas verdades", démosle cabida al bien. También existe.

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