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Estamos cansados de escuchar, hasta que esa reiteración machacona se vuelve indigesta en boca de funcionarios y en los avisos “institucionales” que, con una seriedad pasmosa, hablan del “Estado presente”. Un estado que, al que a decir verdad, solo se lo ve como tal, en la cantidad de empleados públicos que desbordan las oficinas públicas y los espacios del mismo carácter. De allí que no falte uno de esos “decidores”, que con la ironía a flor de piel se interrogan acerca de cuál sería nuestro diario existir –es decir, nuestra vida- de estar en presencia de un “Estado ausente”; o mejor aún sin la existencia de todo lo que suene a “estado”, como algunos señalan que es la meta que pretenden lograr, los tan de moda y a la vez tan rechazados, “libertarios”, que para algunos se los debería mencionar como “anarco-libertarios”.

En realidad, especulaciones aparte, por nuestra parte consideramos que por “Estado presente se debe entender al que nos cuida”, que es aquél que para ocultar su ineptitud y para hacerse de una “cantera de votos”, se muestra y es como un “Estado prebenbario”. Es que si contáramos con un Estado que nos cuida, no hubiera podido a suceder, tal como ocurrió en Concordia, que en un barrio periférico de esa ciudad se asistiera a circunstancias deplorables que hablan de la presencia convergente y simultánea de “disparos de bala entrecruzados, droga y sarna”. Una tríada que dice de un grupo humano en proceso de disociación extrema. Ni tampoco sería noticia que hubieran traspuesto las fronteras de la comarca, las quejas de un grupo de jubilados, quejosos por la calidad de los servicios mal y tarde prestados por el PAMI, a la vez de esa mezcla de falta de idoneidad y maltrato que reciben, de algunos de los funcionarios locales de esa obra social.

ampoco ocurriría que los caminos rurales estuvieran desastrados, aunque de una manera eufemística, desde el gobierno del primer Sergio Montiel, se intentó verlos como los de “la producción”, y que a la vez aparecen como una de las últimas barreras para frenar el éxodo de las familias rurales. A la vez ese Estado que no nos cuida, es el mismo que se muestra incapaz de contribuir a hacer realidad ese dicho inglés, que da cuenta que, para cada uno, “su casa es su castillo”.

¿Cómo logramos que todo esto cambie para bien? Lo ignoramos, aunque sabemos que podríamos lograrlo, si contribuimos a transformar las insolidaridades, tantas veces no solo egoístas y también rapaces, en lo opuesto; o sea en una empresa eficaz y solidaria en la que no se concibe que nadie quede afuera, y que en su interior se le de inmerecidamente un trato diferente.

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