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No podemos resistir la tentación de comenzar esta nota editorial, haciendo referencia a una anécdota escuchada muchas veces en la mesa de redacción de la que era entonces nuestra edición impresa. Una reiteración que tenía por explicación la circunstancia, que a lo largo de los años se asistiera a un recambio entre los entonces, nuestros periodistas; mientras que la anécdota señalada sobrevivía a esos cambios, como si se tratara de una suerte de espíritu flotando en el ambiente.

Su protagonista era un chico, hijo de uno de los redactores, al que se lo veía merodeando por el local de la redacción donde trabajaba su padre. Según se cuenta, un día, “curioseando” como lo hacía habitualmente, en un titular se topó con la palabra “contrabando”, que le sonó extraña, por no conocer su significado. Es por eso que le preguntó a su padre, si con ella se hacía referencia al llevar mercaderías al otro lado del río, o sea a “la banda” oriental; o, en definitiva, al Uruguay.

Nuestro pequeño personaje no estaba en realidad mal rumbeado, porque hemos escuchado afirmar que en una época, la de “contrabandista” cabía considerarla como un oficio o profesión, ya que esa actividad no tenía en la “otra banda” la carga del estigma social; el que, en cambio, otrora tenía entre nosotros.

Pero de cualquier manera, su inferencia sería en el mejor de los casos una verdad a medias, ya que la expresión “bando” en esa palabra compuesta, cual es “contra- bando”, significa más allá de la definición del diccionario que viene a embarullar las cosas –lo hace cuando hace referencia a un edicto, ley o mandato “publicado” de orden superior- se la asimila a la ley, dado lo cual, debe entenderse por tal un comportamiento “contrario a la ley”.

De donde no yerran los autores que sostienen que el contrabando es “un delito de creación legal”. Una tesis que exige a la vez una explicación, ya que todos los delitos en realidad lo son, si tenemos por cierto que no existe delito sin una figura “legal” que lo describa y establezca.

Es que lo que se viene a decir con ello es que, en puridad, se trata en principio de una infracción impositiva. Que se convierte en otra cosa cuando es una de las facetas presentes en el tráfico de drogas, o la trata de persona, o en el caso de que se asista a una operación de lavado de dinero obtenido de una manera “non santa” y al que se intenta “blanquear”.

De allí que, si el contrabando, como toda transgresión a la ley, es condenable, desde una perspectiva social – a la que nos referimos, sin que el hacerlo signifique ni una apología del delito ni tampoco una suerte de indulto frente al mismo- no se puede negar que en tanto en su intencionalidad como en sus consecuencias dañinas, existe una gradación.

Algo que llevaría a decir que, si bien el del contrabando es un comportamiento siempre censurable, existen contrabandos “más que peores, peores y menos peores”, pero de cualquier manera todos reprobables, en cuanto en cualquier caso significa una ausencia del respeto que en toda comunidad organizada es esencial para su pervivencia.

Y es dentro de ese contexto, en el que deben ser evaluadas –aunque nunca para justificarlos- las fallidas “exportaciones clandestinas” de sorgo y maíz, de las que se ha tenido conocimiento en estos días.

Es que frente a este tipo de hechos, se hace presente el interrogante acerca de si el gobierno no es el “inductor” –ello más allá de su intención, y es lo que precisamente nos lleva a no emplear el vocablo “instigador”- de este tipo de comportamientos, si se tiene en cuenta que el Estado nacional, considerado como un todo, o sea a sus diversos niveles, se ha convertido en un socio leonino de los productores, al “morder y engullirse” una proporción que oscila alrededor del cuarenta por ciento del precio, que obtendría en la comercialización en condiciones de un mercado libre por el fruto de su actividad.

Algo que da pie para que introduzcamos otro hecho, -que solo tiene esta vez de anecdótico la circunstancia que lo rescatamos del olvido-, cual es que la Constitución de 1853, es decir antes de ser reformada en 1860, limitaba la percepción de impuestos a las exportaciones de nuestra producción hasta el año 1866, limitación que fue “barrida” por esa reforma. Una circunstancia en la que debería encontrarse un antecedente remoto de esos impuestos que en nuestro país se crean “para ser aplicados por una única vez” y que después de ello y hasta el día de hoy nos siguen aplicando.

Dado todo lo cual, y teniendo en cuenta que nuestro Estado no nos cuida sino que no deja de esquilmarnos, y del que solo vemos presente en “su ausencia”, no es extraño que a la “sociedad agrietada” que hasta cierto punto hemos sido desde siempre, sumemos la posibilidad de mirarla a esa misma, nuestra sociedad, desde otra perspectiva: la “ legal” y esa otra subterránea, que para decirlo de esa manera de moda que pretende ser más paqueta, pero igualmente nada elogiable, no sería otra cosa que “la sociedad blue”.

Y que no se diga que estamos exagerando. Ya que el hecho de que los trabajadores “informales” existentes en nuestro país, y no solo como consecuencia del actual estado de emergencia, sea muy superior al de trabajadores registrados, nos viene diciendo a las claras de esa circunstancia. Y ello, sin contar el número dramático de desocupados.

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