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El indispensable respeto a la Constitución
El indispensable respeto a la Constitución
El indispensable respeto a la Constitución
Según refiere un personaje muy nuestro, en uno de sus libros sobre “los tiempos obscuros de los setenta del siglo pasado”, pocas semanas antes del golpe en Chile del 11 de septiembre de 1973, el ex candidato a presidente y dirigente de la democracia cristiana Radomiro Tomic, escribió una carta al general Carlos Prats, uno de sus cabecillas, en la que manifestaba que “sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos, estamos empujando a la democracia chilena al matadero. Como en las tragedias del teatro griego, todos saben lo que va a ocurrir, todos dicen no querer que ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia que se pretende evitar”.

En tanto, si traemos a colación ese episodio, y en especial las consideraciones de Tomic, quien de una manera clara vaticinaba lo que sucedió casi a continuación del golpe militar, el que llevó al general Pinochet al poder y a Salvador Allende a una trágica muerte –algo que debe considerarse por otra parte, con respeto, como una inusual expresión de dignidad- no es un torpe intento como es el nuestro de interpretar una realidad que se muestra impredecible, cual es la nuestra, ni remotamente venir a anunciar un accionar de este tipo por parte de nuestras fuerzas armadas. Ya que está claro que, aunque algún militar trasnochado llegara a elucubrar una idea de ese tipo, resulta evidente que llevarla a la práctica, sería ir en búsqueda de un fracaso contundente. Ello así, teniendo en cuenta no solo la falta de apoyo que encontraría en sus compañeros de armas, sino que nuestras fuerzas armadas no están en condición operativa de encolumnarse detrás de un delirante proyecto de este tipo. El cual, por otra parte, se encontraría con la sensata y justificada resistencia de nuestra sociedad toda.

Ello no quita, utilizando algunas de las expresiones del político chileno al que acabamos de hacer referencia, que de esa manera vendría a mostrarse que, si seguimos actuando como lo estamos haciendo, no haríamos otra cosa que yendo –no empujados, sino yendo- hacia un matadero.

Es que si se trata de encontrar, repasando nuestra accidentada historia, una situación que guarde un lejano parecido con la nuestra actual, es la que tuviera su momento más notorio el 20 de junio de 1820, el día en que murió Belgrano y cuando, según la tradición sus palabras postreras, fueron, suspirando, ¡Ay, Patria mía!...

Fue precisamente esa la jornada que en nuestra historia se conoce como “el día de los tres gobernadores”, ya que fue ese el momento en el que el ejercicio del poder ejecutivo de Buenos Aires fue reivindicado en forma simultánea por tres personas a la vez. Es que en esa oportunidad, se proclamaron gobernadores Ildefonso Ramos Mejía, Miguel Estanislao Soler y el propio Cabildo de Buenos Aires como cuerpo colegiado.

En realidad la mención es incorrecta ya que, hablar de tres gobernadores que pretendían estar en funciones en forma simultánea y que, se habían de ese modo autoproclamado, ya que ninguno de ellos era reconocido por la Legislatura porteña. De donde darle a la fecha ese apelativo, es no otra que un mero eufemismo, ya que si se da el caso que si son tras los que pretenden el cargo para sí, ninguno de ellos estaba en condiciones de ejercerlo.

De allí también que asiste razón a algunos historiadores actuales cuando, empleando una terminología actualizada, hacen referencia a lo que consideran en esos días la existencia de un “vacío de poder”. Otro eufemismo, esta vez para hacer referencia a lo que nuestros primeros historiadores le dan la designación del “período de la anarquía”, o simplemente “la anarquía”, ya que no había en ese momento, ni de derecho ni de hecho, “gobierno alguno”.

De allí que cabe preguntarse si la situación que ahora vivimos no es comparable a la que se viviera en ese momento, como en Chile durante la presidencia de Allende, aunque por fortuna la nuestra está muy lejos de ambas, si bien se corre el peligro cierto que estemos derrapando en un sentido similar.

Es que, mirando lo sucedido en la ciudad de Buenos Aires el pasado miércoles, donde se asistió a la existencia de sentencias judiciales contrapuestas acerca de si en ella se debían dictar clases presenciales en las escuelas, viene a mostrar un tufillo de anarquía, que entre todos debemos tratar de que quede en eso, mediante el esperado encausamiento institucional, consecuencia del delicadísimo rol que todos deseamos que la Suprema Corte de Justicia cumpla con acierto.

En tanto, cabe hacer una advertencia a la mayoría oficialista, la que debiera ser tomada como una expresión sincera de espíritu fraterno, cual es la de tener en cuenta la tragedia que vivió Chile en el interregno que, por denominarlo de algún modo, cabría designarlo como el de “Allende- Pinochet”.

No se trata en nuestro caso de efectuar una comparación entre esa situación y la nuestra, sino de hacer referencia a una frase que editorializamos, al referirnos, en su momento, a ese quiebre institucional.

Donde señalábamos que, teniendo en cuenta la cantidad de votos ciudadanos con los que Salvador Allende había resultado electo –alrededor de un tercio de los emitidos-, el mismo debió ser consciente que no se le había dado mandato para “hacer una revolución social” desde el gobierno, ni tampoco contaba con margen para hacerlo.

Dado lo cual sus aspiraciones revolucionarias deberían entonces de no ser desechadas totalmente, cuando más minimizadas al extremo y apelando siempre a lograr amplios consensos con ese objeto, ya que esos resultados electorales venían a decir a las claras que no había sido electo para “hacer una revolución”, sino para “gestionar un poder del estado”, ciñéndose estrictamente a los límites que la Constitución chilena le fijaba, y ello sin pretender ni siquiera hacer trampas que la desnaturalizaran.

Todo lo cual viene a decir a las claras acerca de la necesidad de asumir en forma consciente y deliberada nuestra responsabilidad en lograr los consensos necesarios en torno a cuestiones fundamentales que hacen a nuestra vida en común, comenzado por respetar acabadamente, acompañándolo de la indispensable buena fe, las reglas de juego que nuestra Constitución nos impone.

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