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Quienes cargamos con varias décadas a cuestas, pensábamos que la privacidad es (¿era?) algo deseable. En las últimas de estas décadas, sin embargo, la deseabilidad de la privacidad parece haberse devaluado. Sea cual fuere la razón de tal devaluación, la moda ha cambiado, y el deseo de mantener los actos privados como tales ha sucumbido ante el irrefrenable avance del exhibicionismo.

La nueva normalidad consiste en mostrar. Mostrar a la familia, la casa, los lugares que visitamos, la comida que preparamos, las compras que hacemos y los lugares donde las hacemos, y mucho más: todo debe ser publicado; todo queda a la vista de todos.

La cosa va todavía más allá. Cuanta más gente vea las publicaciones, mejor, mejor le irá a quien se exhibe; puede monetizar las vistas. La obscenidad implícita en la ostentación de muchos influencers ya no es una “grasada”, sino que es celebrada y es tendencia entre sus seguidores. La moda del exhibicionismo ha cambiado hasta nuestra forma de hablar: todas estas bastardillas reflejan nuevos significados para viejas palabras.

Y, sin embargo, uno debería preguntarse por qué será que los influencers logran facturar aún por sus contenidos en apariencia más irrelevantes. La respuesta la tenemos nosotros: entregamos, no a esos influencers, sino a las redes sociales en las que publican sus historias (stories), información valiosísima. Google, Facebook (y sus asociadas WhatsApp e Instagram), Snapchat, Apple, Amazon, Twitter, TikTok y otras, saben más de nosotros que nosotros mismos. Peor: recuerdan mucho más. Quizás, mucho más que lo que quisiéramos que recordasen. Algunas de estas empresas están comenzando a ser juzgadas por monopolio en varios países. Otras están siendo monitoreadas para evaluar la razonabilidad de que su poder de monopolio pueda determinar qué contenidos veremos y cuáles nos serán censurados (aunque la censura a Donald Trump pueda parecer justificada, el antecedente que sienta es preocupante).

La pandemia de Covid-19 desnudó el asunto hasta un punto que revela cuán visibles nos hemos puesto. Al comienzo de la primera ola, Apple y Google planearon unirse para ofrecer a sus usuarios un sistema de rastreo de contactos que les permitiría saber si se habían cruzado con alguien que estuviera contagiado. Países como China y Corea del Sur lo utilizaron para frenar sus contagios con mano de acero.

El mero hecho de que ya no haga falta explicar qué significa eso de rastreo de contactos sugiere cuánta privacidad hemos perdido. El Google Mobility Index (el índice que indica cuánto sale la gente de su hogar y hacia dónde se dirige) es una señal clara de que el Gran Hermano que imaginó Orwell es una realidad. Es más, es una realidad aumentada que supera a la ficción del gran escritor inglés.

¿Cuán conscientes somos de que Google, Apple o algún otro de los gigantes tecnológicos nos siguen a todas partes? Y si lo somos: ¿somos conscientes de que también nuestros gobernantes, o nuestra AFIP, podrían acceder, y eventualmente abusar, de esta tecnología? ¿También ante ellos somos indiferentes? Por las dudas, no salgo de casa sin desactivar la función de “ubicación” en mi móvil. No creo que sirva de mucho, pero quizás fuerzo al sistema a correr un algoritmo más.

Quizás ya sea demasiado viejo para esta nueva época. Pero no puedo quitar de mi cabeza una frase genial del artista callejero Banksy: no sé por qué la gente está tan entusiasmada con exhibir los detalles de su vida privada, se olvidan de que la invisibilidad es un superpoder.

Guzmán Etcheverry
Fuente: El Entre Ríos

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