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En la actualidad se ha convertido en una suerte de deporte nacional, el cascoteo, desde los más diversos ángulos, a nuestro presidente Alberto Fernández. Cascoteo que muchas veces, su autoría debe atribuirse a “fuego amigo” y, prescindiendo de mencionar a otros actores, entre quienes se encuentran muchos de los que se sienten culposos por haberlo hecho, se debe, paradojalmente, añadir los innumerables casos en que él da la impresión que se complacería en cascotearse a sí mismo.

No se puede negar, que, en la mayor parte de las ocasiones, es explicable que así ocurra, pero ello no justifica que dejen de respetarse las buenas maneras, cuando se producen reacciones – muchas de ellas incluso admisibles- frente a sus dichos.

Ya que una cosa es la crítica fundada objetivamente y expresada en lo que, en una época al menos, se entendía como el “lenguaje correcto”, y otra cosa muy distinta, es hacerlo imitando –aunque sea sin saberlo- a Maduro y, Diosdado Cabello, para mencionar al menos dos de los más conocidos expositores, de esa verdadera ola de creadores de epítetos, a la vez groseros y perversos.

Sobre todo, teniendo en cuenta que Alberto Fernández es “nuestro” presidente, y por serlo así, el tratarlo de ese modo, da la impresión que, de rebote, lo estamos así haciendo con nosotros mismos. Y no cabe para justificarse, argumentar que “yo no lo voté”; escudándose en esa afirmación sin advertir que al participar en la elección en la que resultó elegido para su cargo, si es que no sería correcto decir que se lo hizo, aunque sea de una manera indirecta, participando en los comicios en los que resultó electo, quedando, de cualquier manera, pendiente, no olvidar el respeto debido a las reglas de juego institucionales al respecto.

Por otra parte, que resulta claro que, aunque vaciado casi totalmente de poder, es, como se ha puesto de moda decir, “quien tiene en sus manos la lapicera”, dado lo cual, hasta que eventualmente renuncie o sea separado del cargo como consecuencia de un juicio político, independientemente del gusto o disgusto que provoque la situación, él puede no ser, y efectivamente no lo es totalmente “la piedra angular que desecharon los constructores” como rezan los libros sagrados, es una pieza importante –como lo es, todavía en mayor medida, la Suprema Corte de la Nación- de la institucionalidad.

En alguna ocasión desde esta misma columna editorial, de una manera poco menos que críptica, insinuábamos la posibilidad de que ante la circunstancia de que el denominado” doble comando” se había desequilibrado casi totalmente de una manera ostensible, había que desnudar esa realidad.

En tanto, la sensación. sino de vacío de poder, al menos de total incertidumbre y de estar viviendo una crisis extrema, que acompañó a la renuncia del entonces ministro Guzmán, nos ha llevado a mirar las cosas de otra manera.

De allí, que ello nos lleva a considerar que todos debemos contribuir a la preservación de la institucionalidad y a ser garantes de la misma, buscando la manera –de por sí no solo difícil, sino casi imposible- de contribuir a restablecer la imagen de la figura presidencial, de manera que pueda concluir en el plazo constitucional su errático mandato.

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