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Esa es la afirmación extrema del dirigente de una agrupación de afro-argentinos, la que en seguida la matiza señalando que “su piel puede ser oscura, más oscura, más clarita, con todas las tonalidades que puedan existir, lo que tenemos son nacionalidades y tenemos nombres”. Completa su idea señalando que en nuestro país cada uno tiene su nombre, pero al nombrar al afrodescendiente desaparece la identidad directamente y se le dice “el negro”.

Las consideraciones precedentes resultan pertinentes a la hora de encuadrar la información de la que nos hemos hecho eco, la que señala que la Agrupación Entreafros estuvo en fecha reciente en la calle peatonal de Paraná, en lo que designaron como una jornada de difusión y visibilización de la afrodescendencia entrerriana. La misma tiene su explicación en la circunstancia que en el operativo censal de inminente realización, tal como ocurrió en el del año 2010, en el formulario respectivo, se incorporan preguntas respecto a la autopercepción como afrodescendiente. Es decir que lo que se busca es hacer posible se “vuelvan visibles” las raíces negras en nuestra población, en contra de lo que ahora ocurre. Una acción que se debería extender a hacer lo mismo, en el caso de aquellos que, portadores al menos en parte de ascendientes aborígenes, padecen una invisibilidad que, de hecho, prácticamente desaparece hasta el uso de la palabra “tape”, con la que según el Diccionario de la Lengua, se designaba a “personas aindiadas, de color moreno, que conservan el tipo de los guaraníes que habitaban la reducción jesuítica de Santo Tomé Apóstol en las Misiones, a la cual se decía Provincia del Tapé”, descripción que ignoramos si es del todo acertada, si se tiene en cuenta que el guaraní, no fue el único pueblo que habitó en nuestro territorio provincial.

Volviendo a las raíces africanas de nuestra población debe tenerse en cuenta que también los negros africanos “descendieron de los barcos”, como le gusta decir a nuestro Presidente, refiriéndose a los inmigrantes europeos, y excluyendo la migración forzada de africanos en nuestra época colonial, que lo fue en condiciones claramente vejatorias; que no solo el Censo de 1778 arrojó que el 46% de la población argentina tenía origen africano, sino que de los dos millones de afrodescendientes que existen en nuestro país, los mismos están distribuidos en todo su territorio, ocupando nuestra provincia el tercer lugar.

Es que no se debe silenciar tampoco la influencia de su cultura que encontramos en nuestra vida cotidiana, en el lenguaje, en la música, las ideas y hasta la gastronomía. Así se ha señalado que las palabras que usamos todo el tiempo como mina, tarima, bugía, milonga o marote, son todas de origen africano; que las achuras, que tanto distinguen al gaucho, fueron un alimento rescatado por las mujeres africanas; que, durante el siglo XIX, circularon más de diez periódicos de la comunidad negra: La Broma, El Unionista, El Proletario, La Juventud, entre otros, que influyeron en los pensadores de la época.

Es por ello que resulta hasta valioso que quienes se reconocen como descendientes de diversas genealogías africanas, partiendo de la base que como se ha indicado más arriba lo importante no es el factor racial sino el hecho que lo que tenemos son nacionalidades y cada una tiene su nombre, “pero al nombrar al afrodescendiente desaparece la identidad directamente y se le dice ‘el negro’”.

Consideraciones que llevan a que todos reflexionemos acerca de una discriminación a esta altura casi –si no del todo- irreparable, pero sin que ello signifique admitir la dosis de explicable resentimiento presente en uno de los integrantes de una agrupación de afro-argentinos cuando dice que “nos sometieron como negros, vamos a liberarnos usando esta palabra, aunque eso fue en otro momento de la historia”.

Es que si bien es cierto que nuestra sociedad está llena de gente prejuiciosa –en una proporción que nos lastima a todos- y que existen prejuicios de los más diversos órdenes, también es cierto que ninguna nacionalidad –empezando por los provenientes de Galicia- no se escapa de ser tratado, muchas veces en forma cariñosa y en otra como una imprecación en la que se potencializa su intención peyorativa, a personas de todas las nacionalidades y razas.

Entre tanto nuestra meta debe ser plasmar en la realidad ese dicho de nuestros ancestros de que “nadie es más que nadie”, partiendo de ese respeto recíproco en el trato que es la base de toda auténtica convivencia.
Fuente: El Entre Ríos

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