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El resultado de las elecciones PASO fue sorprendente. Varios motivos encadenados llevaron a la victoria de Javier Milei en la contienda nacional. Milei salió segundo en las provincias del centro del país, tuvo un papel digno en la provincia de Buenos Aires y en la Ciudad de Buenos Aires, y ganó en todas las demás provincias, las que históricamente ganaba el peronismo. El resultado de octubre no está escrito, pero el viento de cola que lleva Milei le permite marcar la agenda del debate.

Políticos, economistas, dirigentes sociales y periodistas están en alerta. Alientan una campaña de demonización en medios y redes sociales contra Milei. Lo interesante es que estos ataques no parecen afectar la opinión de los votantes de Milei, ni su imagen; por el contrario, refuerzan la sensación de que él maneja la agenda y es quien mejor representa el cambio, que es lo que más parecería desear la sociedad.

La candidatura de Milei, y la posibilidad cierta de que se erija en nuestro próximo Presidente, también mantiene en vilo a los dirigentes empresarios y a los mercados financieros. Mientras que los periodistas, los dirigentes sociales y los defensores de los derechos de las minorías temen perder algunas conquistas sociales obtenidas en la última década, para el establishment el temor pasa por la estabilidad de un gobierno de Milei. En el lenguaje de los politólogos, si gana Milei no estaría garantizada la gobernabilidad.

Es una preocupación que no carece de sustento, pues las promesas de campaña de Milei parecen chocar con su capacidad de sostenerlas en el Congreso y en la calle. Si pretende, entre otros, remover beneficios de la clase política, reducir las transferencias a las provincias, recortar la obra pública, y eliminar regímenes y regulaciones de las que muchos negocios poco competitivos se benefician, sin dudas enfrentará mucha oposición. Como sólo contará con unos pocos legisladores, quedaría a tiro de la remoción mediante un juicio político, a la vez que le será difícil controlar la calle si se llena de protestas.

Son todas dudas válidas. Sin embargo, no está claro que la “gobernabilidad”, entendida como representación legislativa o control de la calle, sea siempre una virtud. En las elecciones generales de 2011, Cristina Fernández obtuvo 54,1% de los votos, triplicando a Hermes Binner, que llegó segundo con 16,8%. Una distancia sideral, que derivó en el control de ambas cámaras del Congreso Nacional por parte del Frente por la Victoria. Se trató de un triunfó que consagró por cuatro años una posición de poder hegemónico.

Con esa posición hegemónica se hizo posible, entre otras cosas, cometer atropellos como el de la expropiación de YPF sin respetar la ley. Hace unos días descubrimos que la gobernabilidad conferida a Cristina Fernández en 2011 nos costó, sólo por este tema, US$16.000 millones (más los US$5.000 millones pagados en su momento al expropiado Repsol) en las cortes de Nueva York. Esa misma gobernabilidad dirigió la defensa argentina en las cortes, que muchos expertos consideran negligente y probablemente teñida de corrupción.

Esa misma gobernabilidad trasladó el control de la calle de la CGT (trabajadores) a los grupos piqueteros (subsidiados del Estado), y luego resignó el monopolio de la fuerza que la ley otorga al Estado para mantener el orden público. Lo hizo durante tanto tiempo, que hoy parece, para muchos, que es más normal recibir un subsidio que trabajar, o cortar calles que circular libremente como dicta la Constitución. Si de esto se trata el concepto de gobernabilidad, parece poco más que un verso destinado a perpetuar condiciones que nos han causado tanto daño como país.

Muchos países latinoamericanos viven con una fragmentación legislativa que obliga a todos los actores a negociar para aprobar una ley. Quizás no sea la forma más expeditiva, ni la más cómoda, para gobernar. Pero esos países han logrado estabilidad económica, la única que le importa a la gente, a costa de menor estabilidad política, esa que solo les importa a los dirigentes políticos y a los que viven de ellos.

Quizás Milei no llegue a ser Presidente, pero quizás lo logre. Si su plan fracasa, entonces será un Presidente muy frágil, y habrá sido mala la decisión de quienes lo eligieron. Pero, como escribió en la red X Jorge Asís, parece que parte de la sociedad le ha conferido un derecho del que sus contendientes ya han gozado: “el legítimo derecho a fracasar”.
Fuente: El Entre Ríos

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