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Está reconocido que la calidad de la enseñanza pública en la ciudad de Buenos Aires, de no ser la mejor, se encuentra al menos entre las mejores que se brindan en los establecimientos educativos de nuestro país. Esa mención la vinculamos con la noticia que el gobierno autónomo de esa ciudad está encarando una reforma en la enseñanza, encaminada, según se afirma, a revalorizar la labor de los docentes, a la vez que a ampliar el número de los roles por ellos asumidos.

Esa reforma ha comenzado a ser cuestionada desde algunos grupos docentes, los que ven en una serie de incentivos contemplados en ese programa reformista, una manera de avanzar en la precarización del trabajo docente, al poner, con los incentivos señalados una manera cuestionable de “reconocer el mérito”, el que pasa a ser considerado de una manera que lo descalifica.

Desconocemos las motivaciones que, con más profundidad argumental, pueden utilizarse para cuestionar esa reforma, pero independientemente de ello, encontramos en esa postura, una oportunidad para efectuar la defensa del valor que corresponde asignarle al mérito.

Es que no resulta sino una frecuente distorsión conceptual la confusión entre el mérito con el privilegio, una confusión que se traduce en la aspiración de “nivelar”, que se presenta como válida cuando ella lleva a elevar a quienes se encuentran más abajo, pero que no lo es en el caso contrario.

Sobre todo, si se considera que en “el mérito” no debe encontrarse otra cosa que el reconocimiento de un esfuerzo encaminado a fructificar de la mejor manera, dado lo cual está al alcance de todos comportarse de una manera que, al ser un esfuerzo reconocido socialmente como valorable de una manera positiva, añade a sus cualidades intrínsecas el inestimable efecto de la ejemplaridad.

Hasta cabría llegar a decirse que una sociedad que no reconoce el mérito, traducido en acciones con las características señaladas, tiene en alguna manera por destino la autodestrucción. Algo que se explica por el hecho de que en el mérito debe encontrase un valor tanto personal como social. De donde su descalificación, arrasa a todos los otros valores de significación tanto personal como social.

Claro está que el mérito puede llevar a la sobrestima, lo que se trata de una tentación muy humana en la que se suele caer, y que si se sucumbe frente a ella, quien así lo hace, debería ser consciente que de esa manera queda despojado de ese reconocimiento, que con su esfuerzo había llegado a obtener.

Luego de lo señalado, es indudable que no deben quedar al margen cuestiones, a las que no cabe considerar carentes de importancia y tienen sí una vinculación lamentablemente forzada, con el tópico tratado. Se trata de cuestiones complejas, en las que es difícil arribar a conclusiones unánimes, y a las que no resulta ocioso acometer. Pero no es ésta la ocasión.

Dado lo cual nos limitarnos a señalarlas, ya que entre ellas se encuentran temas como el de “la igualdad de oportunidades”, el de la “meritocracia”, o el de la “discriminación positiva”. Todas cuestiones que, al tratar de introducirlas en el análisis referido al “valor del mérito”, solo sirven –como efectivamente ocurre- para generar confusión.

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