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En medio del revoltijo extremo dentro del cual nos movemos y vivimos, no es de extrañar haber escuchado la afirmación, según la cual, existen circunstancias en las que “todos los gatos son pardos”.

Se trata de un estado de cosas caótico en el que los conflictos de todo orden que se producen –desde los intrafamiliares hasta los sociales de dimensiones significativas, pasando los que se dan, dicho sea tan solo para ejemplificar, entre y dentro de grupos de adolescentes, o de dos automovilistas enojados el uno con el otro, o entre trabajadores y empresarios- se ven potencializados por otro ingrediente de mayor entidad, cual es la situación de anomia extrema, que conforma el marco donde se dan esos conflictos.

Ello significa que nos encontramos ante dos aspectos de nuestra realidad social, a los que nos resulta difícil, e incluso hasta imposible, diferenciar y evitar que se los confunda, con las perversas consecuencias que trae esa confusión.

Es por eso que, al mencionar esos dos aspectos de nuestra realidad social, nos estamos refiriendo en primer lugar y principalmente, al que significa la necesidad no solo de contar con una ley, sino que además de respetarla se la acate, al mismo tiempo se adecúe a ella el comportamiento de cada cual.

Y el otro aspecto, el segundo y de menor jerarquía es el de los conflictos sociales concretos que se suscitan en toda sociedad, los cuales resulta necesario sean planteados y resueltos, dentro del marco concreto de la ley.

Es así como, de no acotar esos conflictos al marco de la ley, los mismos se vuelven más caóticos y no basta para superarlos la aplicación de los remedios habitualmente eficaces para esos casos, más allá de sus buenas intenciones. Mientras, ante la ausencia del caos y recuperado el señorío de la ley, la situación sería la opuesta. los remedios, no solo serían eficaces, sino que incluso no habría necesidad de aplicarlos. Ello, en parte, dado el funcionamiento eficaz de los mecanismos institucionales de solución de conflictos; los contradictores terminarían por avenirse por sí solos e incluso esas diferencias llegarían a superarse antes que dieran paso al conflicto.

En tanto, la existencia de esa situación caótica a la que nos venimos refiriendo y en la que, insistimos, no puede confundirse con las situaciones de conflicto concreto. Y no es otra cosa que, lo que primero en el campo de la sociología y cada vez más en ámbito de los medios informativos y hasta en el lenguaje coloquial, se lo designa como un estado social de “anomia”.

Algo que se le describe como el estado de cosas que se hace presente en un “grupo humano” –cuesta en estos casos hacer referencia a una “sociedad”- cuando el mismo carece de normas, o, de contar con ellas, es como si no existieran, dado que no se las respeta.

Dicho de otro modo: el respeto a la ley es el requisito fundamental para que toda sociedad pueda perdurar en el tiempo, ya que, caso contrario, la misma no puede sobrevivir.

Es por eso que no resulta en balde hacer referencia al hecho que hasta los “grupos de hampones” –el caso superlativo es el de los grupos mafiosos- cuentan con los llamados “códigos” – la cuestión de su ética, es un detalle al margen- que el mismo grupo se encarga de hacer respetar, muchas veces con castigos de extrema contundencia.

Pasando del ámbito de las generalidades precedentes al caso específico de nuestra sociedad, resulta notorio que la misma da cuenta de, si no un estado grave de anomia, con tendencia a aumentar. O, lo que es lo mismo, que las leyes se parecen cada vez más a pedazos de papel mojado, al mismo tiempo que se asiste a una degradación e impotencia creciente del poder institucional.

Cierto es que desde todos los ámbitos de nuestra sociedad se manifiesta una actitud en apariencia hasta reverencial a la Constitución Nacional, pero es cierto también que ese proclamado respeto –el cual implica acatamiento- no es tal, dado que es frecuente sea interpretado “como se le da la gana o a su antojo”, algo que significa en la práctica que no se somete a sus dictados.

Todo lo cual, más allá de las causas conocidas, tiene como base esos “consensos básicos”, sin los cuales es precario el poder institucional derivado de la constitucionalidad, en cuanto implica el monopolio de la fuerza. Consensos que son y no son lo que se entiende como “un gran acuerdo nacional”, si a las ampulosas declaraciones no se le agregan especificaciones concretas acerca de los pasos a dar en dirección a las metas fijadas.

Consensos básicos a los cuales resulta imprescindible alcanzar con el aporte de todos, aunque, de una manera principal, de los conocidos como referentes sociales, y que tienen en nuestro concepto su causa principal en dos problemáticas en apariencia muy distantes, pero fuertemente imbricadas. Como son el Estado visto, tal como lo describiera Octavio Paz, convertido en un “ogro filantrópico”; y el hecho de que cada vez más nos aproximamos al instante en que la mitad de nuestra población se va a encontrar por debajo de la línea de pobreza.

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