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Argentina es un país único en muchos sentidos, pero en pocos lo es tanto como en las cuestiones políticas. En muy pocos países el resultado de una elección promete entrañar cambios de rumbo tan profundos como los que cada elección parece depararnos a los argentinos. No es un símbolo de fortaleza de nuestra democracia, sino una clave de nuestra debilidad económica, social e institucional.

Estamos a una semana de otra elección que se nos dice que es trascendental, a pesar de que todas las elecciones anteriores se nos han presentado con igual título y no han cambiado nada en la matriz de decadencia en que estamos encerrados. ¿Cambiarán las cosas esta vez, o sólo cambiarán las medidas económicas, pero no la raíz institucional que determina nuestra decadencia?

Es fácil, se dice, criticar desde un papel el rol de dirigentes que deben atender múltiples demandas populares y sectoriales a diario. Gobernar, como dirigir una empresa, demanda tomar decisiones en cada momento. La cuestión está en que la ética política parece seguir una lógica diferente de la ética de las personas que no hacen política. Las decisiones de los dirigentes empresarios persiguen el crecimiento, o en el peor de los casos la supervivencia, de la empresa; de sus dueños y de sus trabajadores. Las decisiones de los dirigentes políticos no parecen atender el crecimiento de la sociedad, sino sólo atienden el crecimiento y la supervivencia propios.

Que el salario cobrado a fin de mes haya perdido 12,7% de su valor durante el mes siguiente no es normal. Que tengamos que preocuparnos a diario por el costo de los bienes materiales, por el precio del dólar, por la imposibilidad de proyectar una inversión, por la maraña impositiva y regulatoria, que cambia a diario, tampoco es normal. Que todo esto conviva con la ostentación de dinero mal habido de los mismos dirigentes que crearon esta anormalidad debería ser insoportable. Pero peor que todo esto es que las decisiones que provocan estos desastres sigan teniendo lugar.

Se nos presentan a diario encuestas que indican que el oficialismo tiene una probabilidad concreta de meterse en el balotaje. ¿Es el atávico miedo al cambio el que reflejan las encuestas? No parece tampoco normal no querer cambiar un estado de cosas que está provocando una atmósfera decadente, no sólo manifiesta en los indicadores económicos, sino, sobre todo, en indicadores sociales que sugieren que el progresismo sólo ha hecho progresar a los políticos.

En las últimas dos semanas la decadencia se ha manifestado en datos concretos. Algunos tienen que ver con la economía: la escalada del dólar, la tasa de inflación, la huida en masa del peso. Otros tienen que ver con la corrupción del poder político: el viaje de Insaurralde, las tarjetas de débito de “Chocolate” Rigau. Otros con la complicidad de la justicia, que se resiste a investigar estos delitos.

No se pueden arreglar los problemas económicos sin arreglar los problemas institucionales. Tenemos leyes, pero no se cumplen. No podremos corregir los problemas de la economía hasta tanto no corrijamos los problemas institucionales. ¿Cuánta gente está dispuesta a romper todo?

Esta elección será, como tantas otras que hemos tenido desde la vuelta de la democracia, intrascendente en tanto no se ocupe de corregir el deterioro de nuestras instituciones. Si las leyes no se cumplen, las normas cambiarias, fiscales, monetarias y regulatorias que dicte quien gane la elección, por más bien intencionadas que sean, tendrán efectos efímeros, como lo tienen hoy las muy erradas decisiones que a diario está tomando el ministro Massa.

El mantra de que “es la economía, estúpido” no parece aplicar en Argentina. En la recta final hacia el 22 de octubre, si este mantra funcionara debería dar un resultado lapidario para el oficialismo. Pero no significará que Argentina cambiará y se encaminará hacia la normalidad, hasta tanto haya cambiado la raíz nuestra forma de hacer política, de legislar, y de impartir justicia.
Fuente: El Entre Ríos

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