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A pesar de que desde el gobierno nacional parecen no advertirlo, para el común de la gente, la peste ha dejado de ser la preocupación preponderante. Es que es palpable que le ha perdido, hasta en exceso, el miedo al virus coronado.

Algo que ha hecho, percatándose, de una manera que cabe considerar como peligrosamente temeraria. Una toma de conciencia cuya mayor importancia reside en el hecho de que nos permite comprender que no tendremos otra alternativa que la de convivir con él, de aquí en más, y según se afirma por un indefinido, aunque no corto tiempo.

Ello así, aún inclusive en el caso de que resulten -tal como se espera- exitosos los esfuerzos que nos permitirían contar no con una vacuna, sino varias, para atacarlo. Una verdad hasta obvia -basta con pensar en el tiempo que llevó la erradicación de la viruela, y de esa poliomielitis que conocíamos en su momento como “parálisis infantil”, a la que, sin embargo, no prestamos esa atención que nos llevaría a comportarnos frente a ella, con una alerta prudencia.

Pero si tan solo se tratara de convivir con la pandemia… Es que ella ha llegado para, en cierto modo, impedir que no midamos en toda su dimensión problemas preexistentes a ella. De manera que estamos metidos en un brete, dentro del cual se conforma un terrible mazacote, en que quedan englobados “todo lo que ya, ahora mismo, nos pasa”, con todo lo que ya “nos venía pasando desde antes”, cada vez más en forma creciente. A lo que se debe sumar todavía lo que se presiente como más terrible, cual es la incertidumbre acerca “de lo que está esperando de aquí en más”, o sea, lo que vendrá después.

Y lo más grave es que la cúspide de nuestro gobierno, obsesionado como se muestra en tratar de dar solución absolutoria a las causas penales de la actual vicepresidenta -algo que se pone de manifiesto cada vez en mayor medida- da la impresión, la que queremos creer es incorrecta, de minimizar la gravedad de ese complejísimamente dramático estado de cosas. Sobre todo, de tener en cuenta el hecho que resultaría innecesario “encontrarle la vuelta a los problemas de la señora”, ya que a ella, tal como se escucha repetir, “la historia ya la ha absuelto”.

Máxime, cuando a esa cúspide se la ve más que abroquelada en el denso círculo de los que por ahora aparecen como los fieles, dan al actuar de esa manera la impresión de que solo se escucha a sí misma. Todo ello, en cuanto no parecen ser conscientes de que a la sociedad le gana la zozobra, fruto de la impresión según la que, quienes nos mandan -y eso hasta cierto punto, de una manera explicable, ya que “la cosa no viene fácil”- siguen sin encontrar el rumbo, en miras a dar solución a nuestras varias y gravísimas necesidades. Las que así lo son, y en mucha mayor extensión, que los requerimientos que nos provoca la urgencia.

En tanto, esas voces populares a las que hemos hecho mención se las escucha entrecruzadas, convergiendo en un único lamento con distintas gradaciones sonoras, comenzando por ese silencio que viene a indicar que “la procesión va por dentro”. El que se cabe suponer que puede quedar interpretado como un estremecedor “cuándo y cómo terminará esto”.

En tanto, resulta necesario admitir que hasta cierto punto es explicable esa desorientación, si se atiende a las características de nuestra dirigencia de todos los colores, y a actitudes y comportamientos acordes, de la mayoría de nosotros, considerados como un pueblo.

Ya que en común damos cuenta de una gran dificultad de principalísima prioridad. Algo que queda claro, partiendo de la base que milagrosamente lleguemos a comprender la gravedad de nuestro estado de cosas, y el tamaño de la degradación sufrida a lo largo de décadas sin cuento.

Es que, de producirse esa iluminación, sería necesario que, a la vez, se produjeran otros dos milagros sucesivos. El primero de ellos, que un “comité de sabios” -como los que, por lo que se ve, se están poniendo de moda- acertase en elaborar y someter a la sociedad un programa integral de acción para “la reconstrucción de nuestra sociedad”, ni más ni menos, ya que de eso precisamente se trata.

De ser así, todavía faltaría un segundo y todavía mayor. Cual es, como ya muchos lo han intuido aún antes de aventurarse a la lectura de estas líneas, el que todos estemos dispuestos a asumir la porción que se supone equitativa de sacrificio que nos toca, en ese esfuerzo enorme que significa reconstruir lo que entre todos hemos contribuido a demoler.

Porque no podemos dejar de expresar el temor de que nadie, tanto en toda la variedad de grupos y hasta de personas, nos mostremos dispuestos a ceder un ápice en lo que tenemos por “nuestros derechos” y que inclusive habrá quienes sin merecerlo -remarcamos eso de “sin merecerlo”, porque una verdadera reconstrucción debe partir de viejas deudas traducidas en injusticias que es necesario saldar- consideren que ellos ya han cumplido con antelación con su parte, y ello en forma harto excesiva.

Es que resulta indudable que esa lista de “iluminaciones” es incompleta. Ya que se debe atender en forma paralela a todo lo señalado, en ese proceso de reconstrucción, a un ingrediente complementario, cual es el de la restauración de la “disciplina social”. De cuya falencia es una manifestación clara la última medida oficial restrictiva adoptada por nuestro presidente.

Que se la ve y se la siente como una manifestación autoritaria, como consecuencia de que no hemos aprendido, y si lo hemos hecho tantas veces lo hemos olvidado que “la ley precisamente por serlo, debe ser por todos y siempre respetada”, y que si así estamos como estamos es porque es una convicción profunda colectiva, la de que es posible y hasta lo mejor el vivir sin normas o al margen de ellas.

Porque es así como la indisciplina social se ha hecho presente y no deja de avanzar. Mientras que llegando a los extremos que hemos llegado, estamos afortunadamente comenzando a tener hambre de disciplina, a la que -en el caso que sea bien entendida- no debe confundirse con ninguna aberración de naturaleza autoritaria.

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