La producción de petróleo argentina fue en 2022 la mayor desde 2009. La suba del precio del petróleo a nivel mundial estimuló la exploración y explotación de los recursos. Pero a los precios los acompañaron, sobre todo, la confirmación del potencial geológico de la formación de Vaca Muerta, el avance de la tecnología que permitió explotar el recurso con costos decrecientes, y el curioso caso de concordia entre oficialismo y oposición respecto de no interferir con tal desarrollo. La suma de esas condiciones constituyó el motor del interés de muchas empresas, locales y extranjeras, por participar en el negocio.
No es lo mismo el petróleo que el gas, pero van camino de serlo. En el petróleo, la interferencia estatal existe, pero es muy inferior a la que existe en el segmento de gas natural, tanto en los precios en boca de pozo como en la capacidad de transporte y distribución. En el gas, el precio en boca de pozo y las tarifas de transporte y distribución están regulados, y en estos últimos dos segmentos a la espera de nuevos contratos. Eso explica por qué muchas empresas se han volcado más y más hacia la explotación de petróleo, en detrimento de la explotación de gas, y porqué tenemos saldos exportables de petróleo mientras seguimos importando gas.
Quizás nada lo deja más en claro que la construcción de capacidad de transporte. En petróleo, la capacidad de evacuación depende de las productoras, dueñas conjuntas de Oleoductos del Valle, que opera los oleoductos. Cuando falta capacidad, se disputan entre ellas las expansiones. Una la acaba de inaugurar Shell. Otra va camino de atravesar la Patagonia de manera transversal, desde Vaca Muerta hasta el océano. También ahí participan los dueños privados de los caños, y deciden con rapidez lo que más les conviene.
En gas, la decisión es estatal, y se demoró como toda decisión estatal que se precie. Con tarifas congeladas, contratos rotos, sin atisbos de nuevas reglas y con mucha ideología involucrada en decisiones que debieron haber sido racionales, al gasoducto Néstor Kirchner sólo se le animó el estado, tras cuatro años de demoras en la licitación y otro año más en la construcción, que se espera concluya para el invierno venidero. El atraso en la construcción del gasoducto fue un gran obstáculo para el crecimiento de la producción de gas, por algo tan tonto como que no había cómo evacuarlo. Esto nos llevó a importar gas a precios estratosféricos en 2022 y nos llevará nuevamente, con precios y cantidades menores que en 2022, aunque históricamente altos, en 2023.
Los errores de diseño en el transporte fueron corregidos con mayor velocidad para la producción. A los productores sí se les dieron reglas claras, a través de sucesivos planes de estímulo. Ello llevó a que la producción se recuperara con vigor, y a que sea muy probable que lo siga haciendo. Quizás el aprendizaje haya llegado en 2019, cuando el gobierno reinterpretó las reglas, porque la empresa Tecpetrol había tenido un descubrimiento extraordinario (Fortín de Piedra) que le merecía el pago de un estímulo extraordinario. Tecpetrol había aumentado su producción de gas 9 veces en tres años. Cuando le cambiaron las reglas, la producción cayó 17% en solo un año.
Esta es la novedad de los recursos no convencionales de Vaca Muerta: no invertir lleva a caídas estrepitosas de la producción. Cambiar las reglas puede equivaler a jugar con fuego para los dirigentes. Tecpetrol acabó por recibir nuevas reglas, peores que las originales, pero claras, y su producción de 2022 acabó por superar a la de aquel máximo de 2019.
El potencial geológico de Vaca Muerta es tal que no hizo falta la tan demorada Ley de Hidrocarburos para que las empresas invirtieran. Bastaron reglas fáciles de entender para que la producción creciera. El potencial está, y ser autosuficientes en hidrocarburos en 2024 es un sueño con una razonablemente alta probabilidad de ocurrencia. Pero que las cosas hayan mejorado no debe hacernos olvidar la necesidad de una ley que establezca un marco normativo más claro para todos los segmentos de la actividad de petróleo y gas.
Con una Ley de Hidrocarburos aprobada como Dios manda, podríamos producir mucho más. Mientras no exista, las empresas invertirán porque es buen negocio, pero no arriesgarán más allá de lo que tienen por cierto. Seguirán teniendo temor a que, sin un firme amparo legal, cualquier presidente, gobernador, ministro, secretario o regulador, ignore el beneficio macroeconómico que produce el sector y vea con recelo el aumento de las ganancias de las empresas. Y que, por ello, se sienta con la potestad y el deber de redistribuir esas ganancias inesperadas, imponiéndoles nuevas tasas impositivas, aduaneras, o de regalías.
En otras palabras, que vuelva a hacer lo que los dirigentes mejor parecen saber hacer: romper las cosas que funcionan bien.