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Las expresiones “banal” y su derivación en “banalización” fueron términos que resultaron redescubiertos y hasta revalorizados luego de que la pensadora Hanna Arendt publicara una polémica obra. Se trataba de un libro cuyo contenido giraba sobre el juicio al que en Israel había sido sometido Adolfo Eichman, luego del cual fue justiciado.

Juicio y condena, que siguió al sabido secuestro en Buenos Aires, por parte de agentes clandestinos israelíes, de quien era uno de los máximos protagonistas del genocidio judío cometido por los nazis y conocido como el Holocausto.

Es que al analizar el comportamiento de Eichman durante el proceso, no pudo Arendt sino horrorizarse, ya que el acusado actuaba como si su protagonismo en la masacre, no fuera otra cosa que el desempeño de una labor puramente burocrática, con lo que “la existencia del mal quedaba banalizado”.
Mientras tanto las aludidas expresiones hacen referencia a los actos mediante los cuales a un acontecimiento o tópico importante se lo trata de modo trivial; o a un comportamiento se le quita su verdadero valor. La consecuencia es que se produce la desvalorización de algo importante y hasta trascendente. Así, muchas son las cosas que trivializa y se toman de un modo carente de respeto.

Es por ello que debería ser una exigencia frente a la cual todos deberíamos estar atentos y tomar conciencia, que todos tenemos determinados temas o vivencias que, por estimarlas íntimamente valiosas esperamos sean tratadas por los demás – algo que no siempre ocurre, y lo que es peor de una manera inadvertida- con el respeto debido que desgraciadamente por las circunstancias expresadas no se hace siempre presente.

O sea que siempre ante situaciones de ese tipo deberíamos sentirnos conmocionados cuando se las trata como si fueran banalidades, asistiéndose de esa manera a una grave falta de sensibilidad y de tacto.
Se ejemplifica ese tipo de situaciones trayendo a colación el caso de la muerte, o la enfermedad o el de las separaciones conyugales. Y al respecto se señala que banalizar este tipo de hechos y experiencias implica tratarlas como si careciesen de trascendencia. Una circunstancia de la que no se advierte, por lo general, hasta qué punto empobrece y devalúa la existencia de quienes adoptan este tipo de posturas.

Todo lo hasta aquí referido, tiene que ver con la mirada que el papa Francisco ha “echado” sobre Lourdes, y su reacción frente a lo que se encontró al hacerlo.

No resulta ocioso indicar que la francesa Lourdes es, según se dice, “la joya de la corona de los milagros.” Agregándose, que desde que la niña Bernadette Soubirous afirmó haber presenciado casi una veintena de apariciones de la Virgen María en la gruta de Massabielle, hace 161 años, se han contabilizado unos setenta milagros validados y más de 7.000 curaciones sin explicación científica.

Medallas, souvenirs religiosos y locales tematizados conforman el valle de los Pirineos que se ha convertido en una suerte de parque temático del que viven la mayoría de sus 15.000 habitantes.

Y es que al mirar hacia allí, al Papa le pareció que ese Santuario se había convertido en una suerte de “mercado de los milagros”. Y es por ello que causó en Lourdes conmoción una carta escrita por Francisco y leída en el lugar por sus enviados en la que expresaba que “tras las verificaciones correspondientes, quiero saber qué otras formas puede adoptar el santuario, además de las múltiples ya existentes, para convertirse cada vez más en un lugar de rezo y testimonio cristiano acorde con las exigencias del pueblo de Dios”.

O de una manera más explícita indicó que “ahora se debe acentuar la primacía espiritual sobre la tentación de subrayar demasiado el aspecto empresarial y financiero, y se quiere promover cada vez más la devoción popular que es tradicional en los santuarios".

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