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La pandemia se extiende en cada torrente sanguíneo de la humanidad, atraviesa absolutamente todo, moviliza el orden económico, social, cultural y por supuesto sanitario.

El aislamiento, social, preventivo y obligatorio reconfiguró las relaciones humanas, las hizo más intensas y al mismo tiempo más distante, donde la búsqueda de la paz interior ante la incertidumbre se transformó en un desafío comunitario, y solitario a la vez.

Donde el afán de estar informado nos volcó a un consumismo patológico de información, justamente el caldo de cultivo ideal para las noticias falsas, que acrecientan la paranoia de todos nosotros.

Un mundo virtual, donde las redes sociales se han potenciado como el lugar da catarsis ideal, en el cual volcamos frustraciones, pero al mismo tiempo alimentamos el ego exacerbado, que crece día a día en base al autoengaño, y la necesidad de ser parte de un mundo no corpóreo, una ficción en la que todos somos actores, a veces principales y otras tantas de reparto.

Una necesidad de agradar a otros, mostrarse incluso a través de filtros y retoques fotográficos para proyectar una imagen no real, o queriendo transmitir una opulencia económica, o una felicidad extrema que se apaga con el último posteo.

También nos puso frente a la realidad del mundo material, donde lo virtual se desvanece en nuestros dedos, donde necesitamos el contacto físico, el sentirnos realmente queridos, y donde un like no alcanza, porque es una tan sólo una interacción virtual.

Pasamos horas y horas en una burbuja ficticia, con amigos ficticios, con amores ficticios, con enemigos ficticios, que van alimentando nuestro YO, en el vaivén de la despersonalización, y la perdida de la identidad real, la del mundo tangible, la del que emerge cuando la batería del celular se agota, o cuando la señal de wifi nos abandona.

Nos permite ese mundo virtual romper el aislamiento, mantener contacto con nuestros seres queridos, trabajar, dar clases, aprender y tantas funciones sumamente positivas, pero sin darnos cuenta nos terminamos arrastrando hacia un mundo que se desaparece, que no existe y quizás nunca existió.

La pandemia nos permitió hace miles de cosas, leer aquellos libros que acumulaban polvo, mirar maratones de series, escuchar música, jugar con nuestros hijos, ordenar aquellos estantes caóticos que siempre dejábamos para después, pero también nos mostró en la soledad de mirar al cielo, ante un mundo cada vez más conectado, que siente cada golpe de un virus en todo el hemisferio, todo esto nos permitió encontrarnos con nosotros mismos, con nuestro yo y pensar cómo vivir el mañana.

Toda crisis es una oportunidad, cada uno deberá transitar este camino, donde no podemos prescindir del mundo virtual, pero sin caer preso en sus redes, y volver a conectarnos al mundo real, donde un emoji de un beso nunca se comparará con el sentir ese roce mágico de los labios de esa persona que amamos.
Fuente: El Entre Ríos.

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