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Nuestra primera impresión cuando se nos menciona la palabra “bazar” es asociarla a la de un “mercado persa”, por más que de estos no tengamos, si ese es el caso, sino una ligerísima idea. Y no estamos equivocados porque el bazar es un tipo de mercado frecuente desde la India hasta casi el Mar Rojo y que tiene su manifestación más perfecta en el caso de lo que ahora es Irán y antes era conocido como Persia. La etimología de la palabra bazar ya viene a sugerir su naturaleza, por cuanto en un dialecto iraní significaba literalmente el “lugar de los precios”.

Así lo imaginamos, como una gran calle llena de sofisticados “manteros”, que puede inclusive estar cubierta y que se abre a comercios circulantes con variedad de mercaderías y desbordante de público, que además de comprar practica ese deporte peculiar que es el “regateo”, sin el cual al parecer la compraventa pierde su gracia.

Más conocidos nos resultan “los cantegriles”, refiriéndose a los cuales en alguna enciclopedia puede leerse que “cantegriles o cantes es el nombre que reciben en Uruguay los asentamientos informales constituidos por un conjunto de viviendas muy precarias construidas muchas veces de lata o con cartones y desechos en terrenos privados ocupados o de propiedad del Estado, así como también en las márgenes de ríos o arroyos. Son similares a las villas miseria argentinas, las favelas brasileñas, los tugurios costarricenses, las poblaciones callampas chilenas, las chabolas españolas o los pueblos jóvenes peruanos”. Y lo hasta aquí explicado y el título de esta nota, se vinculan con la observación de un colonense alejado de la ciudad desde hace muchos años, y que defraudando las expectativas de los viejos conocidos con quienes se encontrara emitió en forma pretenciosamente sentenciosa un juicio lapidario con el que titulamos esta columna: “nuestro Colón, nuestro viejo y querido Colón, por lo que he visto parece finalmente destinado a convertirse en una cosa indefiniblemente mezcla de mercado persa y cantegril”.

Se trata de un juicio exagerado y hasta que suena a resentido, pero del que deberíamos precavernos y no echarlo en saco roto. Ya que quien relea las páginas escritas de nuestra edición del martes, se encuentra con alarmantes señales de hasta qué punto estamos subadministrados. Ya que ante el pedido de un concejal, se debe suponer que “el camino a la escuela granja”, como se lo denominara en otra época, está hecho un desastre, a pesar de que también en sus inmediaciones se ubica una pista de aterrizaje y un barrio que se levanta en medio de la nada. También que “es noticia” (¡¡!!) la reparación de una pequeño cuadrado de adoquines que, destruido, se encontraba en lo que fuera el viejo puerto, información que cuenta -provocando más estupor todavía- con un añadido gráfico, o sea una fotografía, del daño y los trabajos de su reparación en marcha por parte de una cuadrilla, en términos relativos, numerosa.

Nada se dice en las páginas a que nos venimos refiriendo, porque tampoco venía al caso, de esos “minikioscos portátiles” que se han comenzado a ver instalados en las veredas y gestionados por el comerciante que a ellos hace frente, ni de la cantidad de negocios que cuando no apilan cajones en la vereda o colocan allí una heladera gigante que sirve para conservar los cubitos de hielo que se venden, además de las habituales aceras y calles invadidas por mesas y sillas en el centro, estamos en condiciones de dar una primicia, ya que hemos asistido al primer caso de un tramo de vereda objeto de un cerramiento total con paredes de plástico traslúcido en lo que se ha convertido en una prolongación intrusiva, con veleidades de volverse permanente, del espacio público.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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