Alguna vez aprendimos que la democracia es el sistema que otorga la titularidad del poder al conjunto de la sociedad. Ésta elabora, para funcionar organizadamente, la legislación y los mecanismos adecuados de representación política. De tal manera, es el pueblo el que decide, ya sea directamente o mediante las formas de participación que el mismo pueblo ha establecido. La democracia es entonces el marco de convivencia social entre individuos absolutamente iguales.

“Naide es más que naide”, proclamaban entrerrianos y orientales en tiempos de las luchas federales. “Mi autoridad emana de vosotros y cesa ante vuestra presencia soberana”, expresaba Artigas en los fogones gauchos.

De igual modo pensaban y sostenían quienes lucharon y murieron o desaparecieron durante el tramo oscuro de la dictadura. También aquellos que optaron por sufrir en silencio la prepotencia. Y por supuesto los que levantaron la bandera de la igualdad y la participación, sin privilegios ni mandones, hasta recuperar la democracia.

¿Recuperar? Eso está por verse. En diciembre nuestra nueva democracia cumplirá 32 años. Es joven. Pero vacila y tambalea. Está débil. Le carcomen su esencia el autoritarismo, la intolerancia, las ambiciones y la corrupción.

A casi 32 años del alumbramiento democrático, quienes hemos asistido a ese episodio histórico y aún aquellos que después llegaron al mundo, tenemos el derecho de aspirar a su perfeccionamiento y el deber de conseguirlo. Comprobamos, en cambio, su deterioro. Y observamos con aflicción que a la sombra de la democracia se violan sus principios.

Lo resuelve Cristina

No otra cosa que una violación grave de los principios democráticos es la elección de candidatos según la voluntad del (o la) mandamás. Esta semana acaba de hacerlo la Presidenta colocando al N° 1 de sus fieles desde hace 30 años, Carlos Zannini, como candidato a vicepresidente del sumiso Daniel Scioli, para quien todo está bien siempre que no le toquen sus aspiraciones. Se ha dejado humillar, hasta en público, en más de una oportunidad. ¿Quién puede asegurar que ésta ha sido la última humillación?

De la misma manera, la Presidenta acaba de “autorizar” -así se dijo oficialmente- que en la provincia de Buenos Aires se presenten tres precandidatos de su partido (Aníbal Fernández, Julián Domínguez y Enrique Espinoza). Esto no habría sucedido si Florencio Randazzo hubiera aceptado la candidatura a gobernador bonaerense que le ofrecía, no la masa de afiliados de su partido, sino la señora Cristina tomando el té en Olivos. Se le propuso esa compensación a cambio de su declinación de la candidatura presidencial.

Randazzo abandonó la carrera en un gesto digno, porque en democracia estas cosas no se negocian. Se votan. Las decide la gente.

Pero corresponde poner las cosas en su lugar. Randazzo no es Leónidas, el héroe de las Termópilas traicionado por uno de los suyos, sino un político que hizo lo que toda persona común debe hacer en una situación similar: decir no cuando se cree que es no. En la política o fuera de ella, nuestros abuelos sabían decir no a los mandones. Y nadie los subió a un cuadro.

El dedo mágico

En Entre Ríos, mientras tanto, formaron filas y obedecieron casi todos. Si señor, cómo no, usted siempre tiene razón. Esto tampoco es democracia. En todo caso se trata del concilio de los obedientes. Del triunfo de la autocracia con el cuento de la unidad partidaria, disfraz de los repartos.

De seis precandidatos a gobernador -algunos con méritos, otros no tanto-, Urribarri dispuso que quedara uno solo. El partido, más de 150.000 afiliados que tienen derecho de opinar y elegir, la gente que puede simpatizar o no según el candidato, carecen de importancia. El que sabe es uno solo. ¿De dónde vienen con el cuento de la participación?

Entonces, el mandamás armó las listas según su criterio, el único que vale. Lo grave del caso es que nadie resistió. Y nadie resistió porque hubo reparto. Uno de vicegobernador, otro de diputado nacional, los demás de ministros (de un gobierno que no será el suyo), alguno de vocal del Superior Tribunal de Justicia. Asunto solucionado. Muy bien, aplausos.

Con los candidatos a intendente sucedió lo mismo. Durante toda la semana trabajó Urribarri, no en su función de gobernador, sino de armador de listas municipales. En Paraná intentó borrar a siete precandidatos a intendente. Consagró a la actual jefa comunal, Blanca Osuna, bajó a tres -uno de ellos el que mejor medía en las encuestas- con promesas de un futuro gobierno que él no dirigirá, pero no pudo con otros tres que irán contra viento y marea a la interna abierta del 9 de agosto, desobedeciendo al dueño de la pelota.

El procedimiento se reiteró en la mayoría de los municipios y con las listas de senadores y diputados. El gobernador está convencido de sus potestades en ese sentido. Pero esto es así porque todos (o casi todos) aceptan con asombrosa complacencia. Él dispone, el resto obedece y se acabó la historia.

Democracia enferma

La ley de internas abiertas (en Entre Ríos ley Castrillón) fue sancionada para posibilitar una amplia selección de candidatos, dando participación a todo el electorado, no sólo a los afiliados de cada partido. Esa idea aperturista es incuestionable. Sin embargo, tanto en el proceso actual como en algunos anteriores, el oficialismo que propició la ley intentó restar posibilidades al elector presentándole una sola lista partidaria. Esto lesiona los propósitos de la legislación.

Lo peor se produjo este año. El gobierno impulsó en dos ocasiones la modificación de la ley Castrillón, en abril y en junio, ajustándola según sus conveniencias, la última vez ya lanzado el proceso electoral.

En la más reciente oportunidad no hubo análisis, ni estudio, ni debate en la Legislatura. En la anterior, apenas. Todo a gran velocidad. Para que nadie se entere. En ambas ocasiones se impusieron las necesidades del gobierno de contar con herramientas legales que le favorezcan.

Y hablan de la democracia. Escuálida, vacilante, enferma de oportunismo e hipocresía.

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