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Allí había una placa de bronce centenaria
Allí había una placa de bronce centenaria
Allí había una placa de bronce centenaria
En la literatura especializada se denomina “autocanibalismo” a la práctica de comerse a sí mismo. Una versión más antigua de ese concepto es la que nos lleva a la palabra “autofagia”, término derivado del griego. Esa similitud extrema de ambos términos para expresar al mismo concepto, la tenemos en el hecho que aún en el lenguaje coloquial pueda observarse la utilización alternativa de “caníbal” o de “antropófago”.

Mientras tanto, somos poco conscientes de hasta qué punto somos, como seres humanos, autocaníbales poco animosos, circunstancia de la que en la vida cotidiana encontramos numerosos ejemplos. Así lo es el “morderse o comerse las uñas”, cuando esa acción se convierte en un comportamiento compulsivo habitual. Se nos ha señalado de que existen persona que, de la misma manera se comen su propio cabello, con la afirmación sobreañadida de que, como consecuencia de ello, se puede formar una bola de pelo en el estómago; algo de lo que en nuestro caso no tenemos noticia alguna que hayamos podido verificar. No es ese el caso de personas que en una suerte de automutilación, se lastiman asimismo arrancándose pequeños fragmentos de su propia piel, los que a renglón seguido pasan a comérselo. Y mejor no hacer referencia a aquellos que “beben” su propia sangre, al lamerse una herida.

Se trata, en todos los casos, de comportamientos que resultan desagradables para quienes los observan, pero es de forma un poco forzada que podamos encontrar en ellos inclusive una suerte de inclinación al autocanibalismo. Es que, por lo que hemos podido informarnos, la única verdadera forma de auto canibalismo, se trata de un “crimen” en el que la víctima actúa “forzada” por un tercero que lo compele a hacerlo.

Antes de proseguir, consideramos adecuado efectuar un intermedio, de manera de quitarle truculencia al tema de esta nota, aunque la reanudación de lo medular de su contenido no resulta nada alentador. Es que, desde la perspectiva de sus expresiones escrita y verbal del término antropofagia, suenan parecido al vocablo “autofagia”; el cual, sin embargo, se refiere específicamente al proceso normal de autodegradación celular. Es lo que sucede con tantas cédulas de nuestro cuerpo, las que, al cumplir su ciclo, son eliminadas y pasan a ser reemplazadas por otras nuevas.

El interrogante que pasamos a plantearnos tiene que ver con la posibilidad –que por nuestra parte consideramos consistente-, que así como se puede hablar de autocanibalismo o antropofagia, cabría entender ese concepto, de manera que resulte válido aplicarlo a las sociedades humanas. Más concretamente a aquellas que dan toda la impresión de estar inmersas en un proceso, por el cual se muestran como “fagocitándose” a sí mismas.

Hechos actuales, que nos tienen por protagonistas, y que cuentan con innumerables antecedentes, nos han llevado a plantearnos la cuestión. El primero de ellos se refiere a un jefe de familia, quien, mirando por la ventana de su casa ubicada en una localidad del conurbano, antes de marcharse al trabajo, observó a un extraño en su vereda inclinado sobre el espacio donde se encuentra ubicado el medidor de la conexión domiciliaria de agua corriente, con la intención de hacerse del mismo. El mismo día, nada nos sorprendió el saber que en la plaza de una ciudad, cuyo nombre hemos olvidado, habían despojado al pedestal del monumento en homenaje a un prócer, de las placas de bronce que lo vestían. Hechos ambos que tienen una explicación harto conocida, cual es la de fundir esas piezas de manera de convertirlas en masas de metal comercializable.

De pasar de esos ejemplos al robo de cañerías de servicios de agua corriente o gas, o de “ductos” varios, como también del cableado de telefonía y del servicio eléctrico, nos encontramos con un “fagocitado” creciente de nuestra “infraestructura social material”.

Con el agravante que también estamos asistiendo de igual modo, aunque no siempre advertido por la población, pero de una manera igualmente deliberada, a acciones por las que se viene a “fagocitar nuestra infraestructura cultural”. Algo que sucede cuando removemos de su espacio a las estatuas de personajes celebérrimos de nuestra historia, como es el caso de Cristóbal Colón, o ensuciamos con brea el pedestal de la estatua de Julio Argentino Roca. Lo mismo que se hizo en algún momento con los bustos de Eva Perón. Ya que la vida de cada uno de ellos puede caernos de distintas maneras, hasta convertirse inclusive en signos de contradicción, pero todos ellos forman parte de nuestra historia y como tal son una parte de lo que malamente cabría llamar nuestra “infraestructura sociocultural”.

De allí que el interrogante que fluye sin esfuerzo alguno, es el de si destruimos ambas infraestructuras –como no pasa un día sin que lo veamos haciendo-, a qué tipo de “nada” quedaríamos reducidos.

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