Muchos de los que ejercemos este oficio de escribir sobre la actualidad, tuvimos que cambiar abruptamente los planes. Así ocurre siempre frente a los grandes. Cuando llegan o cuando se van. Postergamos todo. Ellos primero. Por algo son grandes. El resto queda para otro día. Lo demás pasa a ser lo de menos.

Era nuestra media tarde del jueves santo. La noticia comenzó a dar la vuelta al mundo. “A los 87 años ha muerto Gabriel García Márquez”, reiteraban los noticieros. Y todos volvimos sobre sus obras, sus vivencias, sus descripciones, sus definiciones, sus fantasías, sus tormentos, sus festejos y los fangales de Macondo en el eterno verano de aquel pueblo donde la luz y las tinieblas jugaban a la ronda entre las casas de cañabrava.

Durante los últimos años estuvo en silencio. Si escribía, no publicaba, afectado por una enfermedad que cada tanto le oscurecía recuerdos y palabras. No llegó a los 90 anhelados en su última novela, Memoria de mis putas tristes. Anduvo cerca, de todos modos. Y ahora puede asegurarse que seguirá vivo a través de sus creaciones geniales.

Quizá le asombre la repercusión de su propia muerte, tanto como él escribió bajo el título “El argentino que se hizo querer de todos”, cuando murió Julio Cortázar, a quien García Márquez tanto admiraba: “Me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios.”

Realismo y universalidad

La aparición de Cien años de soledad, en 1967, produjo un sacudón en las letras latinoamericanas. Anteriores autores de Indoamérica, como le gustaba decir a Haya de la Torre o de la América Criolla, según Marcelino Román, nos situaban ante la realidad de nuestra gente, entre ilusiones y frustraciones. Sin embargo, aquella novela nos abrió un panorama distinto. Era la realidad, pero con toques mágicos. Una realidad con fulgores.
Entramos en el clima de Macondo, húmedo, cálido, pasional. No era otro -lo supimos pasados los años- que el clima de Aracataca, el pueblo natal de García Márquez, aún cuando el autor comentó cierta vez que “Macondo no es tanto un lugar como un estado de ánimo”.

De todos modos, José Arcadio Buendía, el rebelde coronel Aureliano Buendía, la abuela Úrsula (que también murió un jueves santo), Pilar Ternera y tantos, se integraron a nuestra vida. Hasta nos permitíamos un dejo humorístico, encontrándoles similitudes con personajes locales. Más allá de las bromas, era esa una clara prueba del realismo de la obra y de su categoría universal.

A todo esto García Márquez no era un novato. Doce años antes había publicado La hojarasca, su primera novela, seguida por El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mama grande, obras en las que se advierten señales premonitorias de Cien años de soledad. Vale aclarar -es mi caso, pero creo que nos ocurrió a muchos lectores- que a esas primeras obras tuvimos acceso después de la novela mayor. Hasta la aparición de ésta, poco sabíamos del genio colombiano.

A partir del periodismo

Lo cierto es que unos cuantos nos convertimos en atentos seguidores de García Márquez. En 1982 nos alegró el premio Nobel que entonces le fue otorgado. A todo esto ya habían aparecido Ojos de perro azul, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada.
Tan fuerte como Cien años de soledad, aunque de temática diferente, resultó El amor en los tiempos del cólera (1985), libro al que curiosamente en un reportaje García Márquez consideró su mejor trabajo. Toda una definición política significó La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile (1986). Le siguieron El general en su laberinto (1989), Del amor y otros demonios (1994) y Noticia de un secuestro (1996) entre muchas otras obras, limitándonos a citar las más destacadas.

Gabo, como le llamaban en el ambiente literario, se consideraba antes que nada, periodista, para él “la mejor profesión del mundo”. Hizo de todo en esta actividad. Trabajó en diarios de Barranquilla, Cartagena de Indias y Bogotá. Su libro de memorias Vivir para contarla (2002) es un relato de la vida periodística que el autor comenzó a disfrutar y padecer desde sus 20 años. No falta el Bogotazo de 1948, al que Gabo asistió desde el origen, que fue el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán en pleno centro de la capital colombiana. Se encontraba a una cuadra y llegó volando al lugar del crimen, según recuerda.

Tonalidad latinoamericana y proyección universal caracterizan la obra de García Márquez. Logró llegar con ella a la cima mediante un cuidado estilo original y alta calidad literaria, pero fundamentalmente por su fidelidad a sus raíces y su gente.

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