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Por una vez siquiera, comenzamos esta columna, con un relato que llegó a nuestros oídos, este mismo día. No podemos estar ciertos de la verdad de su contenido, dado el hecho que no contamos con otra información que ese conjunto de palabras.

Máxime en una época como la actual, en la que la desvirtuación del “relato”, que ha llevado a una manipulación tal del mismo, que hace que nos cueste distinguir entre el que es un reflejo de la realidad, y lo que no es otra cosa que una más o menos ingeniosa construcción novelescamente novelada, esas que las tenemos tan presentes, y que llevan a desconfiar acerca de la veracidad de todo lo que se escucha y dice.

Es por eso que nos hacemos eco de él, concediéndole cuando menos el beneficio de la duda respecto a su autenticidad, dado que el contexto en el que el mismo se hace presente, lo vuelve verosímil.

El relato es corto, pero de cualquier manera es ejemplar, en la medida de las conclusiones que se pueden extraer del mismo, ya que viene a ser una confirmación mediante ese relato: de un hecho concreto de algo que ya conocíamos, a través de la frialdad de números, que eran al mismo tiempo, el contenido de una noticia esta vez sí, fácilmente constatable.

El “había una vez” –como en tiempos que no son los actuales servía para, de entrada no más, dejar en claro el tipo de relato que se trataba-, si bien no se aplica a nuestro caso, de cualquier forma, bien podía servir de introducción, a lo que a continuación se relata.

Algo que está referido a la reciente cuita de un connacional nuestro, el cual al dirigirse a Montevideo –no contamos con la información acerca de “como había hecho” para ingresar al Uruguay- y pasar por la ciudad de Trinidad, se detuvo en una frutería que exhibía su mercadería en cajones ubicados en su frente. Lo que hizo con el objeto de adquirir unas naranjas. No viene al caso, y por otra parte lo ignoramos, la explicación de ese antojo.

Lo medular del relato se encuentra en la circunstancia en que nuestro compatriota intentó abonar el precio de las naranjas que “estaba comprando” –que lo expresemos de ese modo, enseguida quedará claro -querido- y que pretendió hacerlo con “pesos” de nuestra moneda. No queda en claro, y así debe reconocerse, el por qué este argentino imprevisor no se había provisto al iniciar el recorrido, de “pesos uruguayos”, y, de haberlo hecho, en la ocasión no los utilizara.

La cuestión es que, dando fin al relato, todo concluyó con la devolución de las naranjas ya embolsadas, y lo que es extraordinario, ante el hecho que la vendedora se negara a que se le abonara el precio de la compra con billetes de nuestra moneda.

Un final que se hizo, sin embargo, más largo, ya que el momento en que se vio a la vendedora volver a volcar a las naranjas ya embolsadas en el respectivo cajón, ella habría vacilado por un instante, para luego de eso “obsequiarle” a nuestro ya casi amigo –dicho así, dada la identificación con él que nos ha nacido al llegar este momento- “dos” de esas naranjas…

Generoso y destacable el gesto de la chica, pero de cualquier manera no pudimos dejar de pensar al escuchar todo el relato, en ese gesto de benevolencia, el mismo que, desde otra perspectiva, cabría ser interpretado como el de “dar una limosna”. Algo que, de ser así, vendría a colocarnos a todos nosotros y no solo a ese viajero compatriota, en la posición de “limosnero”. Y si cabe decirlo de una manera más cruel –propia de quienes ignoraran el efecto sanador de dar y, porque no, también del recibir- ante “personas que dan lástima y que despiertan compasión”.

Pero existe otra perspectiva aún más cruel, que cabría encontrar presente en la mente aviesa de esas que existen entre las personas que “no quieren a nadie, comenzando por ellos mismos”, a las que, en lo que sería un acto de sadomasoquismo, se la escuchara decir “ahora sabrá, - tendría que haber dicho, en puridad “sabremos”- lo que en realidad significa el ¨tener que vivir con lo nuestro¨”. Ello, en una clara alusión a una consigna cuya autoría se atribuye a un ilustre e ilustrado compatriota, cual es Aldo Ferrer.

De cualquier manera, desde el punto de vista de los que son amigos de proclamar ese tipo de frases, transformadas en consignas, en las que se ve al concepto de “soberanía” adjetivado hasta el infinito, y por ende, a una auténtica soberanía, la que, como tal, es una sola, aunque por ellos desmembrada, les cabría muy bien aquel sayo.
Ya que el relato al que mencionamos, vendría a señalar que hemos “roto en pedazos a nuestra… soberanía monetaria”, sin que olvidemos tantas otras que hemos ido destrozando en nuestro mal rumbeado andar, a través de muchos años.

Que quede claro que no estamos atribuyendo a nadie en particular, algo que significa - a no dudarlo- culpas colectivas, por más que se dé el caso de quienes se muestren orondos rehuyendo toda responsabilidad en nuestro actual estado de cosas.

Sino que nuestra intención es que nos volvamos del todo conscientes de la gravedad extrema de nuestra actual situación, que para enfrentarla se exige comenzar por dejar de lado nuestras continuas peleas, las más de las cuales hablan tanto de pequeñas miserias como grandes y vergonzosos escándalos.

Una toma de conciencia sobre la que venimos machacando de manera recurrente y hasta en una forma casi obsesiva, en lo que da por momentos la impresión de una larga jeremiada, pero sin la cual nos resultara todo, no solo más esforzado, sino también hasta cruelmente costoso.

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