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En los años que rodearon al cambio de milenio, el auge de las empresas ligadas a los servicios de Internet generaba en los mercados financieros agrias disputas respecto del alcance de las nuevas herramientas. Era la época en que nacía el concepto de las “punto com”: bastaba que una empresa abriera su página de Internet para que su cotización subiera como si hubiera sido tocada por alguna varita mágica.

Quienes pregonaban las virtudes de Internet y la revolución que significaría su irrupción masiva invitaban a los escépticos a escapar de las estructuras mentales establecidas; a pensar “fuera de la caja” (o, out of the box, en inglés).

El tiempo puso a unos y a otros en su lugar: la burbuja de las “punto com” estalló y las cotizaciones asociadas se desplomaron, pero la tecnología quedó instalada y hoy no seríamos capaces de imaginar la vida sin ella. Aunque muchas empresas ineficientes se desvanecieron, otras crecieron hasta ser hoy las mayores del mundo. Más aún creció el uso de la tecnología, dando la razón a quienes invitaban a pensar con una mente abierta; a imaginar los beneficios que habría más allá de los dolores iniciales que siempre acarrea la adaptación a algo nuevo. Quienes no supieron adaptarse y se aferraron a lo antiguo, también perdieron.

La analogía es aplicable a la Argentina de hoy, aunque por cuestiones opuestas. El modelo económico populista de los últimos 70 años está agotado. Por sus grietas afloran las más diversas contradicciones: incapacidad de generar crecimiento, aumento de la pobreza y la marginalidad, aumento de la carga impositiva y de la inflación como únicos medios para sostener lo insostenible, y una dirigencia política cada vez más poderosa y opulenta. Los resultados marcan con claridad la necesidad de cambiar.

Cuesta encontrar en la Argentina de los últimos 70 años un momento de normalidad perdurable. Lo más cercano, el período de la Convertibilidad, ha sido vilipendiado durante dos décadas por detractores que repitieron a coro: “¿a qué costo?”. Durante esos 10 años, el crecimiento promedio de la economía superó en un punto porcentual al crecimiento promedio de los últimos 70 años, y la inflación promedio, de 2,4%, hoy parece un Olimpo inaccesible. Mirada bajo la lupa de hoy, la rareza de que las cosas costaran siempre lo mismo, aunque pasaran los años, parece salida de un cuento de ciencia ficción. Aunque quienes no lo vivieron no lo crean, generaba una tranquilidad muy opuesta a la histeria que hoy generan pesos que queman en el bolsillo, a sabiendas de que mañana comprarán menos que hoy.

Hace falta mirar y pensar muy por “fuera de la caja”. Es dolorosamente palpable que no sólo la economía no funciona, sino que tampoco lo hacen la salud, la seguridad, la educación, la Justicia, y la mayor parte de las instituciones. Estamos jugando un juego masoquista en el que sostenemos a una dirigencia y a un estado que cada día nos reducen un poco más a la condición de mera supervivencia; que traduce nuestro esfuerzo en más pobreza, más inflación, más estancamiento, más delincuencia, cada día más estructurales y de las cuales cada día es más costoso salir.

Argentina necesita un cambio cultural muy profundo. Un cambio que reviva la esperanza de que se puede hacer mucho más que sobrevivir en nuestro país. Un cambio por el cual hacer las cosas bien sea premiado, y hacerlas mal sea castigado.

¿Habrá costos sociales? No hay dudas. Como todo cambio rotundo, redundará en ganadores y perdedores. Todo cambio genera incertidumbre, dudas, y aprensión. Pero perder la esperanza aferrándose a lo que hay, sin importar cuánto sea, ni cuán justa o injusta sea nuestra porción, importa una resignación inaceptable.

Un cambio profundo no vendrá por obra de la Divina Providencia. Ni lo promoverá la dirigencia política, que medra en esta medianía general. Quienes más se benefician con el statu quo no estarán dispuestos a resignar sus beneficios por las buenas. Es la hora de que el poder vuelva a la gente, y por primera vez en mucho tiempo las encuestas de opinión muestran a la gente dispuesta a torcer nuestro rumbo de desaliento. Llegó la hora de pensar “fuera de la caja”.
Fuente: El Entre Ríos

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