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Las encuestas de opinión sugieren que la popularidad del presidente Milei se mantiene elevada, y es incluso superior al 56% de los votos que obtuvo en el balotaje de noviembre pasado.

Creíbles o no, esas encuestas guían el mensaje de Milei. Cuanto más convicción demuestra con el rumbo trazado, mejor le va. El discurso de Davos es menos una lección al mundo sobre cómo hacer las cosas mejor que un discurso armado para seguir regando la fidelidad de su grey.

La realidad es que el terreno de la filosofía económica parece más claro que el sentido de las acciones concretas que se han tomado en la materia.

Terminar con la emisión monetaria, con el déficit fiscal y con el exceso de regulación de las actividades son medidas imprescindibles para llevar a la economía hacia una situación de mayor equilibrio, pero son insuficientes como anclas que lleven a que tal equilibrio sea estable. Como precedente, sabemos que, a partir del acuerdo de 2018 con el Fondo Monetario Internacional, la base monetaria dejó de crecer y el déficit fiscal fue prácticamente erradicado, pero la inflación apenas cedió.

Es probable que la inestabilidad del tipo de cambio haya sido la causa central para que la inflación se mantuviera tan alta, y que las anclas monetaria y fiscal no fueran suficientemente convincentes para los agentes económicos y para el público en general. Las encuestas que pronosticaban un triunfo de Alberto Fernández, sin duda, tampoco ayudaron, y las elecciones PASO fueron un golpe mortal.

Con ese experimento como precedente, Milei lanzó un programa integral de shock, a sabiendas de que, para estabilizar en el mediano plazo, no tiene manera alguna de esquivar, en el corto plazo, la recesión (por el recorte en el gasto público) y un salto inflacionario (por el ajuste de precios relativos, incluyendo la devaluación y la suba de las tarifas de transporte y energía en el área metropolitana de Buenos Aires). Entre 2018 y 2019, el programa de shock se llevó puesto al gobierno de Macri en las elecciones. Ahora tiene tiempo, y por eso puede suponerse que acomodar las cosas de golpe pueda conducir a la economía hacia su segunda etapa: la del plan de estabilización.

Desde esta perspectiva, la Ley Ómnibus y el DNU, quizá imprescindibles para tener una economía más dinámica en el largo plazo, no determinan el éxito del plan ni la sostenibilidad política de Milei en el corto plazo. Sólo bajar la inflación lo logrará, pues dará al Gobierno la base de sustentación popular que le permitirá implementar las reformas estructurales. Llegar al plan de estabilización supone grandes desafíos: sostener la
tolerancia popular al ajuste, y aguantar el embate de quienes más pierden con los cambios estructurales buscados: sindicatos, grupos piqueteros, empleados estatales, todos con gran capacidad de movilización callejera.

La filosofía es más clara que la implementación, se decía unos párrafos arriba. Donde con más contundencia se nota el rumbo es en el Banco Central. El fin de la Leliq, la baja de tasas para licuar pasivos, la cancelación de créditos por parte del Tesoro al BCRA y el canje de deudas comerciales con bonos ajustables por dólar, apuntan a achicar activos y pasivos del BCRA y a hacer más fácil de implementar el plan de estabilización, que parece que tendrá un ancla cambiaria. La acumulación de reservas (unos USD 5.000 millones desde el 11 de diciembre) va haciendo el resto del trabajo. ¿Dolarización? ¿Convertibilidad? ¿Competencia de monedas, menos desigual que la que tendríamos hoy?

El trabajo de hormiga en el BCRA está concentrado en poner el balance en zona de tiro. La forma final del plan no la conocemos, ni conocemos el momento en que se decida ponerlo en práctica, o el estado en que llegaremos a ese momento. Pero, mientras nos distraemos en otras cosas, la probabilidad de ocurrencia de un plan de estabilización crece cada día un poco más.
Fuente: El Entre Ríos

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