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Si aunque más no fuera por haberla escuchado en un tango canturreado a medias por un abuelo, a los muchachos y chicas de hoy en el mejor de los casos solo “les suena” el término “garufa”, sucede lo inverso con las personas adultas ya que para ellos y entre nosotros para la mayoría, “Halloween” es una palabra casi impronunciable y con mayor frecuencia aun imposible de escribir, que hace referencia a una celebración incomprensible.

Aunque convendría agregar que es mucho más fácil de entender a qué se alude cuando se habla de garufa, que es esa otra palabreja extraña no solo a la lengua de Castilla, sino también a nuestro lunfardo, algo que “no nos dice nada” acerca de lo que se celebra, hasta el punto de no despertar ni siquiera ese sentimiento que acompaña a un borroso recuerdo de una circunstancia jubilosa.

Es que quien no entiende en seguida lo que es una garufa, cuando se le explica que no es otra cosa que una diversión, jarana o francachela ¿o para decirlo en el lenguaje coloquial hoy a la moda, “una joda”?

Después de lo cual, sea dicho que el origen del término a nadie le interesa, y aparece como ocioso enfrascarse en la discusión de los lunfardólogos acerca de si es una expresión de origen impreciso, o si la trajeron y la pusieron en uso un grupo de gallegos llegados en los barcos.

En cambio en el caso de Halloween, el buceo que se puede hacer para saber algo que podamos sentir como nuestro, en cualquier enciclopedia de cualquier tipo nos deja con la sensación de que a decir verdad nada nos dice.

Por más que lleguemos a enterarnos que en sus orígenes era una festividad de los pueblos celtas que habitan en Europa y en las islas británicas. Y que según se cita en alguna enciclopedia, conocida como Samhain, la que se celebraba al final de la temporada de cosechas, y era considerada como el «Año nuevo celta», que comenzaba con la estación oscura.

A la vez se daba ese nombre porque para los antiguos celtas existía una línea que une a este mundo con el Otro; la que se volvía más estrecha con la llegada del Samhain, permitiendo a los espíritus (tanto benévolos como malévolos) pasar a través de ella. De manera que los ancestros familiares eran invitados y homenajeados mientras que los espíritus dañinos eran alejados, valiéndose de disfraces espantosos y máscaras pavorosas.

En 1840 esta festividad llega a Estados Unidos y Canadá, donde queda fuertemente arraigada. Los inmigrantes irlandeses transmitieron versiones de la tradición durante la Gran hambruna irlandesa. Fueron ellos quienes difundieron la costumbre de tallar los jack-o'-lantern (calabaza gigante hueca con una vela dentro), inspirada en la leyenda de «Jack el Tacaño».

Sin embargo, la fiesta no comenzó a celebrarse masivamente hasta 1921. Ese año se realizó el primer desfile de Halloween en Minnesota y luego le siguieron otros estados. La fiesta adquirió una progresiva popularidad en las siguientes décadas. Después de lo cual el cine, la prensa y la televisión hicieron lo suyo y, globalización mediante y con los empujoncitos persistentes de los comerciantes, aquí nos encontramos.

Pero la pregunta que nos sirve de título, es lo que nos incumbe. Es decir, si nos encontramos ante un intento –no importa aquí si es deliberado o no- de colonización cultural o de un pretexto más para “la joda”, la que bueno es remarcarlo, no siempre es la manifestación de un “espíritu festivo.

Por nuestra parte, a la hora de responder diría que se asiste en este fenómeno a la presencia de ambas cosas, aunque no hay que descartar que esa mixtura entre garufa y comercio, no sea sino un mecanismo más para avanzar en un peligroso proceso de aculturación al que desde hace tiempo estamos asistiendo. Entendido por aculturación al resultado de un proceso en el cual un grupo humano adquiere una nueva cultura -o aspectos de la misma- en desmedro de la suya propia.

Ello no significa que asumamos una postura contraria al llamado “mestizaje cultural”, el que no solo es enriquecedor, sino afortunadamente imposible de evitar en la medida en que, tal como es deseable y dicho mejor, imperativo, sigamos siendo una sociedad abierta.

Pero lo importante es que toda incorporación de otras culturas a la nuestra, no significa que lo anterior languidezca o lisa y llanamente desaparezca, transformado en un recuerdo nostálgico de tiempos idos.

Sin entrar en profundidades, sino quedando en la aparente superficialidad de algo equivocadamente considerado como lo anecdótico, cabe preguntarse acerca de ¿qué se ha hecho de “las fogatas de San Juan” que se encendían en nuestro país, ubicado en el hemisferio sur en una época parecida a esas festividades propias del norte de ese otro hemisferio? ¿Por qué hemos dejado morir la visita anual de los Reyes Magos, para reemplazarlo por la espera, supuestamente con las medias que entre nosotros ningún chiquilín utiliza en verano, a un Papá Noel, que para algunos no es sino un San Nicolás disfrazado, aunque siempre a esa altura del año con abrigo y el trineo? ¿Por qué en un país sin pinos naturales, se los reemplaza para la Navidad por símiles artificiales, con olvido del otrora tradicional pesebre? Todo ello sin olvidar porqué explicable razón San Patricio se ha convertido en un asombrado patrono de un céntrico sector de Buenos Aires…

Es que al restarle importancia a situaciones como las indicadas parecemos no advertir hasta qué punto la cultura del consumismo se ha transformado en una suerte de máquina destructora de nuestras identidades culturales, algo que hasta cierto punto al menos, es decir que es de la identidad propia de cada cual, la que a su vez es incapaz de sobrevivir si la despojamos de sus raíces.

Quisiéramos esperar que si superamos las amenazas apocalípticas del cambio climático no terminaremos en una sociedad que nos uniforme, pero sin igualarnos. En la que cada cual está conectado permanentemente pero hasta desconoce la cara del vecino de al lado.

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