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Los suecos, en los parques
Los suecos, en los parques
Los suecos, en los parques
Se ha repasado en múltiples ocasiones la diferencia entre los caminos elegidos por los gobiernos para afrontar el contagio del Covid-19. Parecería que hubo una grieta, sobre todo en Occidente, entre los que primaron la economía y los que prefirieron el control irrestricto mediante cuarentenas. Con el pasar de las semanas, se pudo observar que algunos de los países de Europa supieron paliar la situación sin tener que apelar a controles extremos. Es decir, mediante la imposición de ciertas restricciones sin la necesidad de un confinamiento cuasi total. Se trató de medidas que apelaban a la conciencia social, dejando a las personas disfrutar de sus libertades a cambio de responsabilidad. En qué medida funcionaron y por qué los países que aún no apelaron a esas opciones debieron tenerlas en cuenta, son solo algunas de las tantas preguntas que nos hacemos desde casa.

Cuando el presidente Alberto Fernández delegó en los gobiernos subnacionales que quisiesen las autorizaciones para las salidas a caminar unos 500 metros, muchos intendentes y gobernadores decidieron mantener el status quo. Es evidente que nadie quiere hacerse cargo de un muerto más ni tampoco pensar en cómo manejar la situación en un contexto con medidas más flexibles. Argentina no es una excepción a la regla. Son muchos los países en los que los gobiernos deciden quién puede ir a trabajar y quién no, qué negocios pueden empezar a funcionar y cuáles no, y que tratan de mantener, a toda costa, el control sobre la población.

La decisión inicial de llamar a la cuarentena extrema podía parecer acertada. Sobre todo si esta duraba tan solo 15 días. El problema es que con el pasar del tiempo, el final de este experimento se volvió o poco atractivo o plagado de incertidumbres con respecto a qué pudiese pasar en adelante. Incluso en países como el nuestro, con números bastante bajos de contagios, no hay una idea clara de cómo normalizar la situación. Pareciera que es mayor el miedo de apelar tanto a la conciencia colectiva como a la individual para volver a la normalidad en comunión con ciertas medidas de distanciamiento social y no de que, por preservar este manejo sistemático y antiliberal a rajatabla, cada cual provoque su propia caída del Muro de Berlín y que lo hecho no haya servido para nada.

En mayor o menor medida, algunos países supieron manejar la cuarentena poniendo restricciones, pero sin llamar al confinamiento extremo. De alguna manera, trataron de mediar entre la salud, la economía y las libertades ciudadanas. En este sentido, Suecia estuvo a la vanguardia, apostando por mantener casi todo en total normalidad. Salvo por algunas restricciones, como por ejemplo prohibir aglomeraciones de más de 50 personas o no atender personas paradas en bares y restaurantes, el resto de las medidas pasaron por confiar en la responsabilidad ciudadana con respecto al distanciamiento social, la higiene y no ir a trabajar a la oficina en caso de que fuese posible. Pero no es el único caso con libertades: Noruega ya está permitiendo el libre tránsito dentro del país; Alemania permitió salidas recreativas desde un principio y de a poco fue permitiendo la apertura de pequeños comercios; Australia y Nueva Zelanda nunca tomaron medidas extremas, permitieron también salidas recreativas y varias actividades laborales; etcétera.

Es debatible si estos países cuentan con ciudadanos más responsables o con un sistema mejor preparado para atender la crisis sanitaria que otros países. Lo único cierto es que vienen obteniendo resultados parecidos o mejores que otros en donde se habían tomado medidas extremas desde un principio. De todos ellos, el que fue realmente criticado por no seguir las recomendaciones de organismos internacionales y por compartir el nivel de cautela de los países de su región fue, sin duda, Suecia. Como bien decía el economista de la Fundación Libertad Rosarina, Alejandro Bongiovanni, a todos los detractores del no-experimento sueco les aterra cómo funcionó la libertad en dicho país sin caer en una crisis. El resto, de a poco o a gran velocidad, inevitablemente debe o debió seguir los pasos del país escandinavo, pero con riesgos. ¿Por qué? Después de un gran experimento, como lo fue el confinamiento, puede haber secuelas. En este caso, sería un rebrote dado por la enorme necesidad de recuperar la vida social y el ritmo económico que se perdió en todo este tiempo, sumado a un estallido social en el peor de los casos.

Es preciso entender que tarde o temprano esto debe terminar. Mientras más restricciones y planificaciones sin plazos verdaderamente definidos haya, peores secuelas puede haber. Con tan pocos casos, parecería que es hora de que el gobierno argentino apele a la responsabilidad ciudadana de distanciamiento social y a tener medidas estratégicas pero moderadas de control. De no ser así, se puede seguir agravando la situación económica, el malestar por la incapacidad de siquiera poder disfrutar de actividades recreativas y el enojo con una clase política que erró con algunas decisiones que en otro momento quizás hubieran pasado más desapercibidas. A dos cacerolazos le pueden seguir dos manifestaciones, un saqueo, un conflicto a gran escala y un quiebre de la cuarentena espontáneo si nadie toma las riendas para darle un final razonable a este experimento.
Fuente: El Entre Ríos

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