Al hacerse parte de la meta de inflación, el Gobierno se inoculó una obligación que antes no tenía y se metió en una disputa que promete ser feroz.

El muy elevado déficit fiscal resultó una herencia ominosa. De él derivan muchos otros problemas que, también heredados, resultan arduos de resolver. Entre ellos, una de las mayores tasas de inflación en el mundo, que el Banco Central (BCRA) lleva dos años empeñado en combatir con un éxito modesto, utilizando como única herramienta a la política de tasas de interés.

Resultó insuficiente: pese a haber recortado la inflación casi a la mitad entre 2016 y 2017, su nivel absoluto genera demasiados dolores de cabeza como para ser soslayados. Aunque el orden de causalidad parezca fluir desde el déficit hacia la inflación, también podría argumentarse que es en esta última donde radica el origen de los problemas que hacen que el déficit no pueda ser atacado con mayor eficacia. O con menor gradualidad.

Por un lado, el déficit conlleva una necesidad financiera que de una u otra manera acaba por ser satisfecha con emisión monetaria o con deuda. La primera genera inflación si la economía está próxima al pleno empleo de su capacidad. Esto ocurre con el capital productivo en Argentina. A la vez, la deuda contraída en el exterior termina por generar divisas que el Tesoro vende al BCRA a cambio de pesos. Para evitar que estos pesos lleguen al público y vuelvan a presionar sobre los precios, el BCRA emite Lebac, cuya tasa de interés es muy superior a la inflación esperada.

Por el otro lado, la inflación impacta sobre el déficit fiscal (además de ser causa principal del déficit cuasi fiscal que genera la emisión de Lebac).

¿Cómo? A través de las negociaciones salariales, que en un contexto de inflación elevada siempre acaban por ser complejas y desgastantes, y, para peor, pocas veces dejan a las partes satisfechas, aun cuando alcancen un acuerdo.

Este año, la cosa no parece aplacarse. El año pasado, ganaron quienes aceptaron la cláusula gatillo que les propuso el Gobierno; quienes apostaron a que el BCRA no cumpliría con sus metas de inflación. Al hacerlo, forzaron un ajuste salarial que, independientemente de cuán justo sea, objetivamente conspirará contra el logro de las metas de inflación para 2018.

Quizás golpeado por el error de cálculo en 2017, o presionado por el ansia de cumplir con la nueva y más relajada meta de inflación, la negociación salarial comenzó cuando todavía los dirigentes no habían terminado de sacar los pies del mar.

El Gobierno no parece muy abierto a negociar en 2018, como lo estuvo hace un año. En 2017, las elecciones compensaron el deseo de remediar los apremios fiscales. Este año, los indicios sugieren que el ánimo negociador es diferente. ¿Se puede separar el avance judicial sobre los jeques sindicales de la negociación salarial? ¿Se pueden separar las amenazas desestabilizadoras de Barrionuevo y Moyano de dicha negociación?

Quizás, tanto las investigaciones como las amenazas de los acusados sean creíbles. Pero la acumulación de frustraciones en esto de ir a fondo nos debería llamar a la cautela. Inclusive, a ser cínicos y a pensar que sea parte de una disputa salarial transitoria que, una vez saldada, llevará los expedientes y las amenazas a los respectivos cajones.

Lo cual nos lleva a la negociación salarial en sí. Quince por ciento sin cláusula gatillo, barajó el Gobierno, para cosechar el unánime rechazo sindical. El número no es arbitrario, sino que responde con exactitud a la nueva meta de inflación anunciada hace unas semanas por el BCRA y los ministros de Finanzas y Hacienda y por el jefe de Gabinete. La meta ya no es sólo del BCRA: es la meta de todo el Gobierno.

Volviendo a la cuestión inicial: todo tiene que ver con todo y que el orden de causalidad entre inflación y déficit no es tan evidente. Y que las decisiones económicas son, a la vez, decisiones políticas cuyas consecuencias a veces tienen ramificaciones inesperadas. Relajar la meta de inflación resultaba para muchos economistas una decisión de lo más sensata. La virulencia con que comenzó la discusión salarial siembra dudas acerca de esa sensatez.

Inflación y déficit son síntomas de un desequilibrio macroeconómico. Como tales, generan pujas distributivas que van más allá (mucho más allá) de lo que se trata en un libro de texto. Pujas en las que todas las partes tienen buenas razones (aunque malos modos), y la sociedad sufre un desgaste emocional y político innecesario.

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