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Hay quien me dice que va a llegar el momento en que no sepamos lo que significa conversar. No porque nos hayamos quedado mudos de palabra o que estemos de vuelta en esos tiempos en que lo único que el hombre hacía era hacerse oír con sonidos que salían o parecían salir de la garganta, y que precisamente por ello, según me enseñó ya de esto años luces mi tío, se llamaban guturales. Lo que sucede es otra cosa, que seguramente ya están todos adivinando.

Es que con la aparición de esos aparatitos electrónicos tecleados en los que uno ve a la gente a nuestro alrededor moviendo los dedos con perseverancia de hormiga dale que dale, mensajito va, mensajitos vienen, la manera de relacionarnos se ha desviado para consistir no en las palabras pronunciadas y escuchadas, sino en esos mensajitos.

No podía faltar aquí otra vez más el recuerdo de mi tío, esta vez en su pose de filósofo pontificador, diciendo que hemos completado el recorrido de una circunferencia que nos está llevando al punto de partida, luego de un extenso recorrido.

Es que hubo un entonces en que la falta de palabras hacía dificultoso que nos entendiéramos, más allá de las señas, y ahora nos encontramos archicomunicados, pero volviendo a las señas ya que si uno si se pone a ver bien las cosas, las palabras escritas no son otra cosa que señales mudas.

Es por eso que me llenó de nerviosidad y siento ganas hasta de castañear los dientes, por el furor que me sube, cuando veo en un comedor de señores paquetes, o no necesariamente comensales de esa ralea, alrededor de una mesa, todos como presentes-ausentes, ya que cada uno de ellos espera la comida mirando silenciosamente la pantallita; para cuando el plato es servido y llega, no se desentiende de esa pantallita sino que la dejan encendida dentro de su encofrado, atento a cualquier señal sonora o luminosa que ella emita.

Y tan lindo charlar, o la conversación como antes se decía cuando ella era una práctica corriente, que hasta resultaba de interés hablar de “bueyes perdidos”, y se siguió diseñando durante mucho tiempo cuando los bueyes no estaban ya perdidos sino desaparecidos. Vuelvo a recordar el sentencioso hablar de mi tío, siempre en ese papel asiduo del que acabo de hacer mención, cuando me decía que la conversación es la más humana de todas las actividades, porque es la manifestación más alta de la sociabilidad.

La que según sus dichos, comenzó igualito a lo que sucede con los monos de distintas categorías, con lo que él en su falsa erudición denomina el “despiojamiento recíproco”. Ustedes entienden a qué me refiero, aunque esa era una versión más placentera y hasta amigable de una madre pasándole el peine fino a la frondosa masa de pelo de uno de sus chiquillos. Práctica que significaba crear vínculos afectivos, ya que se hacían presentes tanto la paciencia y la comprensión mutua, como el servicio recíproco.

La tertulia, o sea la conversación buscada y gustada, prosiguió diciendo mi tío esa vez, es una manera refinada del despiojamiento, o sea que allí volvió a mostrarse pedante, en cuanto muestra de una socializada más elevada, un escalón más alto en “el despliegue del proceso civilizatorio”. ¿Qué tal por mi tío?

Recuerdo que hizo más claro sus decires, al explicarme que en ese tipo de charlas se hacen presentes la distensión propia del ocio, la posibilidad de hacerse de amigos o profundizar los vínculos con los que ya lo sean, y el hecho de mirarse cara a cara -o geta a geta, si así lo prefieren- algo que lleva a que uno se compenetre con el otro, si no se trata de un guarango hosco y hasta quejoso. Allí traté de meter basa recordando lo que pasa en muchas familias actuales que a la hora de la mesa, cuando no se sientan cada uno con su aparatito, encienden el televisor, y comienzan a comer como si fueran zombis, pero desistí porque la cosa se alargaba…

Fue por eso que cuando intentó hablar de una cosa que sonó como “plei esteiyon”, lo paré, dándole a entender que estaba cansado de escucharlo, lógicamente con mis modales más finos.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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