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Ese es el nombre con el que es conocida una pandilla dedicada a la falsificación de dinero, tráfico de drogas y otras lindeces parecidas, entre ellas se averigua su posible vinculación con la aparición, hace de esto alrededor de tres años, del cadáver de un hombre asesinado, en las aguas de Arroyo de la Leche, en las proximidades de Colón. La confirmación de la prisión preventiva de sus integrantes por parte de un tribunal de alzada, los coloca más ceca de la audiencia final del proceso, lo que ha provocado que la difusión de esa reciente resolución, la haya traído de nuevo a los primeros planos de la actualidad.

Falsificaban dinero y lo colocaban; traficaban con drogas que vendían y el dinero así obtenido lo “lavaban” a través de la compra de bienes, entre ellos inmuebles ubicados preferentemente sobre la costa entrerriana del río Uruguay.

Nuestro interés por el caso no tiene que ver ni con la banda ni su accionar, sino con el hecho que su jefe vivía o tenía un aguantadero en una casa de un barrio cerrado ubicado en las inmediaciones de Colón. Vivienda en cuyo interior, al ser allanada, se encontró una balanza con vestigios de cocaína y marihuana y grabaciones de escuchas telefónicas en cuyo texto sobresalían frases como “muestras de otro laboratorio”, “pesos o dólares”, “hay mucha competencia”, “la más cara es la peruana”, para mencionar solo algunas.

Algo que nos lleva a preguntarnos hasta qué punto sabemos si narcotraficantes, que no son de vuelo rastrero, viven y se mueven -y hasta “socializan”- entre nosotros.

Y cuando aludimos a los personajes de ese caletre que vuelan alejados de la superficie, suponemos que queda bien en claro que no nos estamos refiriendo a aquéllos que en algunos andurriales ven su llegada anunciada con el vocerío de que “ya está por llegar la camioneta blanca”, o los pequeños revendedores de porciones mínimas del polvo blanco, lo que no significa que su actuar no lo consideremos censurable y hasta condenable. Lo estamos haciendo a quienes tienen “la manija” del negocio y que una vez que ponen pie en un determinado territorio y se consolidan en él, sus raíces llegan cada vez más lejos y pueden conseguir resquebrajar a instituciones fundamentales como son la justicia, la policía y las escuelas.

No hay que olvidar que en Itatí -localidad correntina en la que se venera a la virgen del mismo nombre- hasta el mismísimo intendente estaba en el negocio, y que la pregunta persistente que se les hacía a los pobladores por parte de un visitante curioso acerca del tema, no era dirigida a establecer cuántos eran los vecinos “vinculados al negocio”, sino cuántos los que estaban fuera de él.

Y ante una situación como la expuesta se hacen presentes varias cuestiones a considerar. La primera tiene que ver con la dosis de valentía -que no solo es necesaria sino que nadie debe quedar sin armarse de ella- para denunciar cualquier movimiento de cualquier persona y en cualquier lugar que despierte sospechas en la materia. La segunda, es ser consciente que esa actitud de constante alerta exigida, debe respetar los límites de la privacidad, y no convertirse en un pretexto para efectuar incursiones con otros propósitos diferentes.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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