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Se trata de la que, en tiempos ya idos, era conocida como el “Día de los muertos”, y que en los almanaques de esa época, similares a los que todavía manda confeccionar algún comerciante apegado a viejas tradiciones, consistía en un cartón que, casi como un barrilete, llevaba al final un cuadernillo en el que en hojas separadas iban impresos cada uno de los meses y los días, con el agregado del recordatorio de en qué día de la semana caía cada uno de los del mes.

A lo que se añadía, y allí reside la diferencia, un bloque de hojas de papel que ocupaban el centro del cartón, del que se pueden arrancar al final de cada día, o al principio del siguiente, lo que indica el que ya fue. Y en cada una de esas hojas, entre otras informaciones, aparecía el nombre del santo o la conmemoración religiosa. Así, en la hojuela correspondiente al 1º de noviembre se leía “com.de.dif.”, o sea la referencia abreviada a la conmemoración. Introduciendo un pequeño apartado, no está demás hacer referencia que en esos tiempos idos era una costumbre arraigada, en el caso de un nacimiento, buscar en esos almanaques el nombre del “santo del día” para utilizarlo como nombre “de pila”, designación que no es sino una manera de aludir a la pila bautismal en la que se iba a “cristianizar” al recién nacido. Hubo uno de ellos nacido mujer, a la que pareció castigársela de por vida, ya se la llamó “Comdedif”, algo rigurosamente cierto, aunque ignoramos si el mismo se apocopaba en un simpático “Com”.

De cualquier manera, y según lo relata un cronista de época, “en ese día, como también ocurría en un Viernes Santo, se tenía la impresión de que hasta la luz del sol brillaba distinto”. Tan importante era la conmemoración que no solo los cementerios de la comarca se convertían en una suerte de romería religiosa, sino que la misma al continuar aunque más atenuada al día siguiente, venía a opacar algo que es una de las fechas celebratorias más grandes de los católicos, cual la “festividad de todos los santos”.

Lo hasta aquí relacionado tiene que ver, y de eso se trata en parte esta nota, del cambio de actitud que se observa por parte de una mayoría social respecto a la muerte.

Una cuestión que debe tratarse con cuidado respetuoso; ya que no se trata, ni es es tampoco nuestra intención, herir los sentimientos de nadie. Es así como se hace adecuado marcar una tendencia, cual es la de mostrar al menos una actitud esquiva ante la muerte ajena, inclusive entre los familiares más cercamos y dolientes. No se trata ni de negar la muerte, ni de ser indiferente ante ella, pero no hay duda que el acompañamiento al difunto está dejando de ser considerado como un hecho social, al que se lo ve cada vez más replegado al círculo íntimo del fallecido.

Paralelamente, se asiste a un cambio en los usos y costumbres significativas, cual es el de cremar y no dar sepultura a los restos mortales de aquél. De allí que el “entierro” del que en una gran mayoría de los casos solo queda el nombre, haya sido reemplazado con cada vez mayor frecuencia con el esparcir al viento de sus cenizas.

No es aquí tampoco nuestra intención abrir juicio alguno, ya que se trata de una decisión que inclusive en la mayor parte de los casos es de quien se ha muerto, pero se nos ocurre que es adecuado insistir en la construcción de cinerarios en los cementerios e inclusive en las iglesias. Sería esa una manera de que los muertos sigan estando de una manera física, sin estarlo, mas acompañados.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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