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Acabo de enterarme que el pasado jueves se cayó parte de la mampostería del segundo piso de la Escuela Normal de Concordia, y que una maestra que se encontraba en el lugar, ya que por casualidad no era un día de paro, se salvó por un pelo de ser alcanzada por los escombros que caían. Aquí me pregunto: ¿por qué los maestros no paran cuando los edificios no están en condiciones de funcionar, ya que no los veo dando la vida por educar noche y día?

El día anterior se había roto un puente en Tucumán sobre un canal, con mucha suerte si se mira la foto en la que se ve al camión sobre el resto del puente y el acoplado semicolgado.

Escuché que no es la primera vez que eso sucede, porque al parecer en dicha provincia ponen mucho empeño en construir puentes que se rompen, y se afirma que ya se puede contar una docena, cosa que por otra parte puede pasar hasta en las mejores familias, si se tiene en cuenta el puente que acaba de romperse en Italia. Aunque, me dicen, en la provincia de Tucumán existe “la dulce costumbre de que los puentes se caigan”.

En realidad, pasa lo mismo con las escuelas, como sucedió hace poco en Paraná y tiempo atrás en Colón, y seguramente lo mismo en infinidad de casos ignotos, y de los que es lo mejor no enterarse.

De seguir así, me da la impresión que va a llegar el día en que no vamos a vivir en un país arruinado, porque ya lo está, pero sí entre ruinas con un lejanísimo parecido a las taperas abandonadas.

Me pongo a pensar en eso, y me pongo loco de rabia, porque me rebela, me inflama, me indigna tener que presenciar este tipo de cosas, por culpa de los que deberían ocuparse de que eso no suceda y no lo hacen, y se los ve lo más panchos, despreocupados, como si todo anduviera a las mil maravillas.

Mi tío, especialista en meter la cuchara en todo, me explica lo que por otra parte ya sabía, que hay que distinguir entre dos tipos de escombros ruinosos, que con suficiencia habitual así los nombra. Es lo que sucede en el caso de las escuelas viejas, construidas en su tiempo con los materiales y formas que venían a imitar la majestad de los templos, por causa de la dejadez y el abandono.

Lo que se explica, pero igualmente no puede admitirse, por la poca y ninguna bolilla que le prestan a esas cosas políticos ocupados en inaugurar obras que les permitan ganar elecciones, mientras las pobres directoras de las escuelas no tienen muchas veces ni un mango para comprar Lavandina y otras cosas que se usan para limpiar.

Plata para el mantenimiento de los edificios, minga que la vaya a haber (¡!). Mejor poner la plata para que los clubes hagan canchas de básquet con pisos de parquet, o canchas de hockey con pasto sintético o llenar la provincia de autódromos, para las carreras de la fórmula entrerriana. En todos esos casos pareciera olfatearse más olor a pueblo, al verdadero pueblo, que vota en los recintos en los que aprenden, si es que lo hacen, sus hijos.

En cuanto a las ruinas de las cosas inauguradas o a inaugurar, la que no es extraño que aparezcan antes de la ceremonia infaltables, que en ocasiones son desde el vamos “ruinas inaugurales”, aunque no “inaugurables”; o de cualquier manera “ruinas potenciales” a un plazo indeterminado pero nunca indeterminable ni extenso, como es el caso de caminos y calles y de toda clase de edificios y viviendas.

Mejor no es ocuparse de las causas de por qué terminan costando tan caras y que tan pronto parezca se las hubiera hecho para “el descarte” rápido. Y aquí la explicación no está en la “compulsión inaugural”, propia de quien piensa que obra que se rompe rápido es obra que puede rehacerse y volverse a inaugurar. Se trata de otra cosa, y saben todos bien de lo que hablo aunque no lo digan.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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