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“Me sentenciaron a 20 años de hastío, por tratar de cambiar el sistema desde adentro” (Leonard Cohen, First we take Manhattan)

La mediocridad es una cualidad compartida por gran parte de los gobiernos que nos han tocado en suerte a los argentinos. Pero la mediocridad a la hora de gobernar no es tal cuando de proteger privilegios de la clase política se trata. En eso, la clase política demuestra un arte, y un cinismo, sin parangón.

Con naturalidad, los políticos manipulan conceptos básicos, como el de mayoría. Sólo en Argentina el 40% puede constituir mayoría, una aberración con categoría constitucional (artículos 97 y 98) que el Pacto de Olivos entre el gran demócrata Alfonsín y el entonces presidente Menem nos legó. Conveniencias de las mayorías de aquel momento la hicieron posible.

En las últimas dos décadas siguieron acumulándose absurdos en las normas electorales. Absurdos que abrieron las puertas a negociados turbios. Uno de estos absurdos son las elecciones PASO, que perdieron su esencia a poco de nacer: casi ningún partido define a sus candidatos en las urnas. Alianzas que nacieron jugando conforme a la ley, definiendo sus candidatos en las PASO, no dudaron en relajar sus estándares por conveniencia durante el siguiente turno electoral.

Por pura conveniencia del momento, ahora el Gobierno quiere eliminarlas. Cuando se instituyeron, hace apenas 10 años, se lo hizo para eliminar muchos partidos pequeños que restaban votos al kirchnerismo. Nada en Argentina es pensado a largo plazo.

La política es un negocio de pocos que hacen poco por nosotros pero se sienten una logia superior

Donde el voto es voluntario, va a las urnas poco más de la mitad de los ciudadanos. Quizás tenga que ver con que no ven muchas diferencias entre las opciones, o con que ninguna les alimenta demasiadas esperanzas. En Argentina, el voto es más que obligatorio: votar en blanco o anular el voto son la misma cosa. Se puede gritar “que se vayan todos”, pero no se lo puede votar; aquellos que la gente querría sacar no lo permiten. Además de definir mayorías artificiales, la Constitución indica que se las calcula sólo entre los votos afirmativos.

La mayor victoria electoral de las últimas dos décadas fue la de Cristina Fernández en 2011, cuando obtuvo el 54,11% de los votos. ¿Mayoría o no? Considerando que sólo votó el 79,39% de los registrados, de los cuales sólo 95,52% emitió un voto válido afirmativo, Cristina recibió, en realidad, el 41,03% de los votos posibles: la mayoría constitucional.

Pero no sólo estamos forzados a votar, sino que las listas-sábana nos fuerzan a votar por quienes no querríamos votar. En las listas conviven candidatos peronistas, liberales y comunistas, pro-vida y pro-aborto, corruptos y decentes, homofóbicos y homosexuales, garantistas y impulsores de la mano dura; para que el voto no sea válido y no-afirmativo, hay que votar por todos. Las ansiedades que rodean al armado de las listas dan cuenta de que en ellas tienen mucho más para ganar los políticos que los ciudadanos.

Ningún político del gobierno o la oposición demostró o demuestra interés en alterar la legislación electoral. Es más, todos se valen de ella y, cuando no les conviene, buscan flexibilizarla pero no modificarla.

La participación media de 80% en las elecciones pasadas permite concluir que a muchos argentinos las elecciones les importan un bledo

Las dos listas nacionales que presumiblemente recogen mayor adhesión están conformadas con rarezas que hace poco más de un mes hubieran parecido inimaginables: enemigos íntimos en una, pureza perdida en la otra. Y, como si estas rarezas no fueran suficientes, se han tramado zancadillas poco meritorias para con candidatos de menor fuste, para que no se convirtieran en un estorbo. ¡No vaya a ser que algún irritado con los tejemanejes de la política votara por ese estorbo!

La política es un negocio de pocos que hacen poco por nosotros pero se sienten una logia superior. Hasta nos imponen qué hacer los fines de semana de cada año impar: el calendario electoral nos ocupará un décimo de los domingos del año. ¡Cómo si ir a votar fuera lo mejor que nos puede pasar un domingo!

La participación media de 80% en las elecciones pasadas permite concluir que a muchos argentinos las elecciones les importan un bledo. Como Leonard Cohen, están hastiados del sistema. Creen que, gane quien gane, lo más probable es que su situación socioeconómica no cambie. Algunos pensarán, incluso, que los políticos sólo se ayudan a sí mismos. Algo que no pocas veces consiguen a costa de complicarnos la vida a nosotros.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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