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Si tuviéramos que hacer referencia al hecho de mayor entidad vivido en nuestra América Latina en los últimos tiempos, debiéramos, en nuestra opinión al menos, aludir a lo que ha ocurrido en el Estado Mejicano de Sinaloa, con la puesta en libertad de un hijo del Chapo Guzmán, capo mafia, narco traficante como él, detenido por orden judicial. Aquí no tenemos certeza si la detención alcanzó o no a consumarse, porque con la información disponible no queda claro si la orden en ese sentido llegó antes o cuando ya aquélla detención se había producido. Guzmán llevó a su guarda pretoriana, a la que mejor cabría calificar de banda de facinerosos pertrechados de armas de la más alta tecnología, virtualmente a apoderase de la capital estatal y enseñorearse en ella.

Y a lo que aludimos y nos lleva a hacer esa afirmación, no es que nos encontramos ante una evidente declinación de lo que debiera ser el monopolio del ejercicio de la fuerza por parte del Estado, sino de una suerte de trasferencia de ese monopolio a las narco/organizaciones. Todo lo cual lleva a más que a vislumbrar que el Estado de Sinaloa corre peligro de desaparecer irreversiblemente, por haberse trasformado en un ente extraño, por lo difícil de definir ya que se trataría de “un oxímoron en el cual el hampa impone su ley”.

Casos diferentes –así al menos lo parecen, mirados como lo son en nuestro caso desde una lejana perspectiva y sin contar con información de primera mano y categoría- son las recientes “puebladas” en Ecuador y Chile. El caso peruano es especial porque está provocado por una “pulseada” ante los intentos de la hija de Fujimori, para adueñarse del poder, o sea que ella, a pesar de estar presa, “va por todo”, motivada en cada caso por modificaciones en el alza de los precios de servicios o productos vinculados con el transporte.

Así en el caso del Ecuador el precio del combustible y en el de Chile el del pasaje en el transporte por subterráneo, han sido los detonantes.

Los dos casos merecen diversas consideraciones. La primera de ellas es que esa grave y extendida reacción popular, la que hemos calificado de puebladas, no cabe considerarlas como sobre reacciones, ya que es de suponer que no se habrían producido de no existir un suelo abonado por un cúmulo de circunstancias que hicieron posible su producción. Juicio que debe tenerse hasta cierto punto relativizado por la existencia de intentos desestabilizadores del ex presidente de Ecuador, Correa, quien aspira a su nueva elección, con el apoyo de Nicolás Maduro. Su objeto es lograr la extinción de acciones que se le siguen por la producción de actos de corrupción, procesos que se llevan a cabo también con su compañero de fórmula, actualmente preso por su connivencia con Correa, quien ha encontrado refugio en Bélgica.

La segunda reflexión que este tipo de medidas provoca es la “falta de olfato” de los gobernantes que las han adoptado, ya que antes de ponerlas en práctica, estaban obligados a prever sus posibles consecuencias. Una situación que, con afortunadamente consecuencias de menor entidad, se vivió entre nosotros. Y en todos los casos con similares consecuencias desde el gobierno, cuales son haber dado un paso atrás, dejando de ese modo sin efecto las medidas así dispuestas.

Siendo así las cosas, el poner de relieve el valor demostrado al volver atrás en lo ya dispuesto, es de cualquier manera menos cierto que el hecho que un gobierno que retrocede sobre sus pasos da de esa manera una muestra de debilidad, que se traduce inevitablemente en un deterioro institucional.

¿Y por casa cómo andamos? Resulta positivo que no hayamos llegado a esos extremos vandalizantes sino de manera excepcional, pero la situación de nuestra sociedad, dando muestras de una fragilidad institucional notoria –de otra manera no se explica tanto el precio que se ha hecho pagar en resultados electorales a la coalición gobernante por los deméritos que ha incurrido en su gestión- y de una situación social complicadísima, incluir aunque no nos percatemos de ello, no solo los altos índices de pobreza y de indigencia, sino también por los de marginación o sea de exclusión social.

Ya que una de las tantas confusiones en que incurrimos a diario, está la de creer que exclusión, pobreza e indigencia son la misma cosa. Existen sociedades en las cuales nadie se siente excluido, al menos por el hecho que todos en distinto grado son pobres. Lo que no quita que se dé una clara relación entre ambas situaciones, por más que el pobre puede mantenerse en esa condición si sentirse ni ser reconocido como tal, y ver frente a él dos alternativas de la que la deseable es la del ascenso social, y la lamentable la de caer en la marginalidad.

Y debe tenerse presente que no estamos convencidos de que un presupuesto importantísimo para acabar con la marginación es ocuparse de los problemas de la comida con su plus, porque los programas de inclusión social deben ser, de estar bien enfocados, mucho más que el “matar el hambre”.

A todo lo cual viene a agregarse en nuestro caso, a una circunstancia sobre la que hemos insistido en forma editorial de manera coincidente con nuestros columnistas, cual es la virtual desaparición de la intolerancia frente a la corrupción en amplios sectores de la población. Situación que ha llegado al extremo de que para esos sectores el apropiarse de mil maneras de los fondos públicos, no solo no es un delito sino una envidiable muestra de lo que entre nosotros recibe el nombre de viveza.

Todo lo cual viene a mostrar, no utilizando en la ocasión la figura de un gobierno que está transitando por un arroyo torrentoso saltando de piedra en piedra para de esa manera no empaparse, otra figura que se puede representar más terrorífica y suficientemente conocida, preguntándose cuál es la mejor manera de actuar cuando alguien se encuentra en un polvorín.

Es que, diciéndolo de una manera más simpática, cabría hacerlo indicando que “el horno no está para bollos”.

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