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Las relaciones entre los gobiernos y los gobernados, en la esfera de las “contribuciones obligatorias en dinero” o en especie, de carácter obligatorio por aquellos “impuestas”, nunca han sido lo que cabría llamar idílicas. En todo tiempo ha ocurrido lo contrario, y desde mucho tiempo antes del momento de aquella trampa que se según los Evangelios se hizo a Jesús, y del que quedó la eterna sentencia de “dad al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Desde entonces hasta nuestro tiempo, es así como lo que ahora nos toca vivir -con esas palabras “imposición dineraria”- ha dejado de ser una designación cuando menos asociada a pensamientos incómodos, para volverse odiosa cuando las vemos vestidas de esas otras dos, con la que se expresa lo que se conoce como “presión tributaria”.

No es extraño que esa peligrosa conjunción haya venido a ser el motivo de reclamos y protestas, e incluso ha llegado a ser la causa de revueltas que en numerosas ocasiones se han convertido en revoluciones, cual es el caso de “la chispa” que encendió las entonces colonias inglesas en América del Norte y que en la Francia contemporánea diera lugar a esa rebelión más circunspecta que se expresara en el “poujadismo”.

Ante de lo que ahora nos “acaba de pasar, que sigue pasando, y que esperamos fervientemente que deje de pasar”, era ya el sistema tributario que existía en nuestro país, conflictivo hasta un grado extremo; pero por lo que recordamos –y podemos al hacerlo así equivocarnos- no alcanzó nunca a convertirse en motivo de una revuelta callejera; fuera de los “amagos” en ese sentido de los productores rurales. Ello así, en ocasión que en la década pasada se asistiera a un intento de elevar los porcentajes del monto de “las retenciones” a las exportaciones de soja que se efectuaba desde nuestro país.

Algo que estalló, no porque hasta ese momento las relaciones de los contribuyentes con el Fisco fueran cordialmente amistosas y soportables, sino porque esa nueva expoliación fue por ellos considerada como “la gota de agua que rebasó el vaso”.

Y era explicable, y hasta un cierto punto al menos hasta justificable, ya que para quienes se cuidan de cumplir acabadamente con sus obligaciones tributarias entre nosotros, la presión tributaria se acerca –cuando no supera, en determinados casos- a la mitad de sus ingresos. Algo que enunciada de otra manera –algo que es gráficamente impactante, pero no siempre exacto- significa que quien obtiene esos ingresos trabajando, vendría a hacerlo en una cantidad de meses que en los casos extremos equivale a la mitad del año, para satisfacer la voracidad fiscal.

Nos hallaríamos así en presencia de lo que en un sentido estricto sería un “estado de confiscación permanente”. Y que si no llega a serlo, es por la existencia de un atajo objetivamente censurable; o sea resultas de una corruptela que se naturalizó entre nosotros desde “los tiempos de la Colonia”, entonces con la práctica del contrabando. En el que debe verse el origen –todavía superviviente- de lo que conocemos como las diversas formas y grados de “la evasión fiscal”. ¿Ha escuchado alguien alguna vez el lamento aquel, referido al hecho de que, “si pago los impuestos como corresponde, terminaré en la ruina”?

Ello ha dado lugar a un tipo de argumentación diabólica, ya que la explicación del Fisco frente a ese estado de cosas, es que el peso de la carga tributaria tiene en la evasión su explicación, y si ella no existiera, se podría alivianar. Dado lo cual debería suponerse que, una mezcla de eliminación de impuestos y reducción de las alícuotas de otros, traducida en una rebaja de la presión fiscal que sería su consecuencia, haría que todos terminaríamos complacidamente felices.

Ocupando el papel de “abogado del diablo” –no se debe olvidar que hemos calificado de diabólica la argumentación precedente- debe permitírsenos expresar nuestras dudas acerca de la corrección de ese pronóstico. Ya que bien podría suceder que los contribuyentes no pierdan sus mañas y no dejen de evadir. O que el “patrón” del Fisco, al encontrarse con ingresos superavitarios, no solo siga gastando, sino que gaste más, de manera que su caja continué siendo deficitaria, como lo ha venido siendo por décadas. O, que sucedan las dos cosas a la vez…

Antes de proseguir, debemos reconocer que sabemos de la existencia de países, en los cuales la presión tributaria es similar al de los niveles actuales de la nuestra. Mas ello es así, con la diferencia que allí es distinta la calidad del gasto. Es decir que en ellos los funcionarios no roban, o el que lo hagan es una remota excepción que se mira con ojos de espanto y que merece la condena social consiguiente: que lo recaudado se destina a la prestación de servicios publica eficientes en todas las esferas, o sea desde la salud hasta la educación, sin olvidar la seguridad, ni la justicia ni las comunicaciones; todo ello al alcance de todos y a costos mínimos o sin ellos para quien los recibe. Es decir, lo opuesto a lo que sucede entre nosotros.

En tanto, la manera como se intenta dar un sesgo optimista a lo que se atisba en el horizonte, hace también que se reanime nuestra limada esperanza, y que no dejemos pasar esta oportunidad única, en la que nos encuentra a todos aporreados en diversos grados, para encarar entre las reformas a encarar una profunda en nuestro sistema tributarios de manera de volverlo más eficaz, al mismo tiempo que más sencillo y equitativo; despojándolo de esa maraña - que se nos presente como impenetrable- de impuestos que cuando no son únicamente regresivos, son a la vez distorsivos. A la vez que acumulativos, ya sea en cascada o porque se superponen.

En ese contexto, no es extraño que se hayan comenzado a escuchar desde todos los ámbitos voces que reclaman todo tipo de beneficios fiscales, desde condonaciones de deudas tributarias, en el caso de los extremistas, hasta un régimen de pagos de impuestos en cuotas y con un más que prudente número de ellas para cumplirlo. Todo ello con un monto total con grandes quitas respecto a lo adeudado. Ni más ni menos, argumentan los más atrevidos, que lo que nuestro gobierno exige de nuestros acreedores externos…

Pero independientemente de todas esas propuestas, en las que aparecen entremezcladas, tal como vemos, algunas tan imprevisibles que suenan a fantasiosas, el Estado en cuanto Fisco no debería dejar pasar por alto ingredientes de nuestra realidad que resultan innegables, cuales son:

- la situación de virtual cesación de pagos en la que se encuentra el Estado Nacional, y un sector importante, nada fácil de discernir, de la población. Y en aquellos que no llegan a esta situación, a sus quebrantos por la parálisis en su actividad, debe añadirse la cesación temporal de sus ingresos.

- la diferencia de situación del Estado Nacional con respecto a los contribuyentes, por ser el dueño de “la máquina de imprimir billetes”, elemento de que estos últimos carecen.

- no dejar de tener en cuenta que la emisión extraordinaria de moneda que está efectuando en la actualidad el Estado Nacional, independientemente del hecho que quede justificado por la emergencia, es más que conjeturable que puede llegar a desencadenar un proceso inflacionario de magnitud en la actualidad imposible de prever.

- a la vez que, de ser así, las consecuencias de ese proceso serán necesariamente que recaer sobre la población, bajo la forma de un “impuesto inflacionario”.

- que el valor de mercado de la mayor parte de los bienes de dominio privado, sufrirá al menos por un lapso que no puede preverse como corto, una fuerte caída, la que debe ser reflejada en los avalúos fiscales a los fines impositivos.

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