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Medios y analistas se mostraron consternados por el dato de inflación de febrero (4,7%) y las perspectivas de que las cifras sean aún peores en marzo y abril, a pesar de que no parece haber gran novedad en los datos. Las expectativas de inflación para el año ubican el piso en un nivel cercano a 60%, y la expectativa implícita en los precios de los bonos está en 63%, una cifra que todavía imagina una caída en los números a partir del segundo semestre. Eso del “segundo semestre” parece un meme.

Con el acuerdo con el FMI, que demanda aumentos de las tarifas reguladas para recortar el déficit fiscal y movimientos más veloces del tipo de cambio para permitir la acumulación de reservas en el Banco Central, las pocas anclas con que contaba el gobierno para controlar la escalada del índice se esfumaron. De ahí que sea posible que tengamos un piso mayor para la inflación, y una duración más larga del período de números mensuales altos.

Está probada la inutilidad de los controles y acuerdos como medida de moderación de la escalada de precios. No funcionan ahora y no funcionaron nunca; solo estiraron la agonía a costa de un mayor desorden de los precios relativos que, eventualmente, se corrige con una crisis grave.

Está a la vista que el origen de la inflación radica en el déficit fiscal financiado con emisión. Sobran pesos y se espera que también en el futuro sobren. Las leyes de oferta y demanda existen más allá de las regulaciones: si un bien es abundante, lo lógico es que su precio caiga. Y que suba el precio de todos los bienes y servicios que con él se compran.

Por motivos que el índice de febrero hace evidente, la inflación se ha vuelto la principal preocupación de los argentinos en cualquier encuesta de opinión. Más preocupante: la mayoría piensa que el gobierno no sabe cómo controlarla. Quizás, sea más correcto decir que el gobierno no quiere controlarla.

De hecho, niega que sea el financiamiento monetario del déficit fiscal la causa central de la inflación. Opta por un camino más sencillo y menos culposo: argumentar que la angurria de los industriales, o la volatilidad de los precios internacionales, o algún conjuro maligno del capitalismo, o alguna “autoconstrucción”, son los verdaderos culpables. El tiempo de prueba sin éxito de controles, restricciones, congelamientos y otros artificios regulatorios no lo conmueven.

Quizás la pregunta apropiada deba ser por qué no sabe, o no quiere, controlarla. Y quizás la respuesta apropiada a tal pregunta sea: porque no le sirve. Como con gran claridad lo expone el Pbro. Gustavo Irrazábal en La Nación del pasado 28 de marzo, “la política monetaria no es un tema exclusivamente técnico, sino que involucra una responsabilidad moral.” Depreciar la moneda, a fin de usarla para pagar los gastos en que el estado incurre, en exceso de sus ingresos, “es un fraude a su favor contra sus acreedores y la sociedad en su conjunto”.

La inflación es un impuesto; un impuesto cuya carga recae sobre los menos favorecidos, que tienen un salario o una jubilación fijas, cuyo ajuste siempre corre detrás de la inflación. Quien se beneficia de ese impuesto es quien tiene la capacidad de crear moneda y utilizarla: el estado. O, más precisamente, los políticos que están a cargo del estado.

Para que baje la inflación, hay que bajar el déficit fiscal. Y para ello debe bajar el gasto del estado. Oficinas con decenas de personas, gastos estrafalarios en cada despacho, cuando no corrupción, están demasiado enraizados y requieren cirugía mayor. El costo del funcionamiento del estado convertido en el costo de los favores de la política.

Nada hay lugar para sorprenderse con el dato de inflación de febrero. Es la consecuencia natural del modo de conducir el estado. Argentina ha tenido déficit fiscal en 32 de los 39 años transcurridos desde el regreso de la democracia. Años durante los que el PBI creció en promedio 2,1% y la inflación promedió 66% (eso si excluimos los años 1989 y 1990).

No queda mucha tolerancia social con la inflación. Quienes nos gobiernan, y muchos en la oposición, son reacios a renunciar a los privilegios políticos del ejercicio del poder. Llevamos cuatro décadas de estancamiento, pobreza y alta inflación, que flaco favor le hacen a fortalecer la democracia. No es una buena democracia si sólo sirve a quienes ejercen cargos públicos, en detrimento del bienestar del resto de la sociedad.
Fuente: El Entre Ríos

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