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El problema no está solo con lo que pasa en los casos conmocionantes – la voladura de la fábrica militar de Río Tercero, el contrabando de armas apropiadas del Ejercito a Ecuador, el todavía irresuelto atentado al edificio de la AMIA- sino también en lo que sucede en situaciones que en el derecho civil se conocen como cuestiones de “menor cuantía” y que en materia penal se las ejemplifica como “robos de gallina”.

En realidad cuando la justicia funciona como corresponde, debe atender por igual a ambos tipos de causas, ya que como pasa con el contrabando, se debe atender a los que contrabandean “en grande” –como ha sido el escándalo aduanero de los “contenedores”- y al que llevan a cabo humildes y hasta respetables “bagayeros”, en situaciones en que el casi disculpable “goteo”, se convierte en un desmesurado “chorro”. Y es de ambas “categorías” de delincuencia de las que pasamos a dar algunos recientes ejemplos.

Así, en La Plata, hace de esto casi seis años –ello sucederá el próximo 2 de abril- ocurrió una sobrecogedora inundación que no solo acarreó daños materiales importantísimos en barriadas humildes y no tanto, aparte de las que no lo eran de ninguna manera; sino que cobró por lo menos noventa vidas humanas. Por lo que entonces se supo, hubo lo que hoy en día es común describir como un “alineamiento de planetas” que hizo se produjera una catástrofe perfecta. A saber, lluvias torrenciales que se extendieron a lo largo de muchísimas horas sin mengua alguna, en una ciudad con su red de desagües pluviales, incluyendo arroyos, estaba en un estado lamentable, cuando no inexistente ya que no se sabe si estaba a medio empezar o sin terminar.

El juicio oral que tenía por objeto evaluar las responsabilidades estatales en la tragedia, se llevó a cabo hace muy pocos días.

El pato de la boda, al que designamos de ese modo por ser el que único que quedó atrapado en las redes de la justicia -circunstancia que lo lleva a volverse un pez mientras a través de ellas pasaron sin problemas peces más grandes y gordos-, fue el entonces director de Defensa Civil de la Municipalidad, por lo demás único acusado en la causa, que luego de admitir su incumplimiento funcional fue condenado a pagar 12.500 pesos de multa e inhabilitado por un año para ejercer cargos públicos. Indudablemente no se miró para arriba, ya que caben razonables dudas acerca del porqué las imputaciones y las condenas no alcanzaron por lo menos al Intendente de esa ciudad, y no rozaron siquiera a funcionarios de más jerarquía. ¿Un caso de impunidad, como nos hemos familiarizado a decir?

Por otra parte, el caso al que pasamos ahora a referirnos, por lo demás archiconocido por la cobertura que de él hicieron los medios, no es de ese tipo; pero de mayor entidad, ya que deviene en escandaloso por otra circunstancia...

Se trata de una persona de “profesión motochorro”, que acaba de ser condenado por un juez de la ciudad de Buenos Aires, por dos robos cometidos hace de esto un año, pero que quedó en libertad, ya que la condena que se le aplicó es de tres años en suspenso, aunque se le ha prohibido conducir todo tipo de automotores, y no solo motocicletas por dos años, a la vez que deberá realizar tareas comunitarias.

Hasta allí todo bien, como acostumbran a decir los chicos; máxime teniendo en cuenta que llegaba al juicio sin antecedentes penales. Pero –en temas judiciales es frecuente encontrarse con “peros”- la cuestión es que nuestro motochorro profesional al momento de cometer los hechos por los que fue juzgado no tenía antecedentes penales –lo que no quitaría que esa falta de antecedentes penales, no significara que éste no hubiera con anterioridad delinquido, sino que hasta ese momento no se lo hubiera detectado ejercitando su profesión- determinó que fuera puesto en libertad después de su detención y antes del juicio que nos ocupa, gracias a que funcionó la “puerta giratoria”, a la espera del juicio en que como acabamos de ver resultó condenado.

Libre para seguir cometiendo tropelías, de manera que cobró mayores bríos, creyendo que “la cosa era fácil”; y fue así que de allí en más comenzó a ejercer su oficio con mayor intensidad, convirtiéndose en lo que posiblemente ya era desde siempre, o sea un “arrebatador serial”.

Es que si cuando cayó detenido por primera vez, en abril de 2018, se le encontraron once teléfonos en un bolso, e igual la Justicia lo liberó para que esperara el juicio en libertad; en septiembre del año pasado cayó otra vez, luego de un raid delictivo por ocho barrios porteños, en el que arrebató nueve celulares en apenas tres horas y después de chocar fue aprehendido, para enseguida volver a ser liberado.

Terminado ese juicio, y habiendo nuestro motochorro llegado al mismo juicio en libertad, a pesar de que como hemos visto había vuelto a delinquir -cuantas veces no se sabe, porque no se sabe todo lo que había hecho desde entre la primera liberación y la segunda- el fiscal interviniente en la investigación de este último raid, pidió al juez que lo había sentenciado, que lo detuviera en forma preventiva, como forma de evitar que nuestro casi familiar motochorro siguiera haciendo de las suyas. El juez se negó a hacerlo. Con lo cual vino a dar muestras de una falta de criterio, que no es de naturaleza tan solo jurídica sino de sentido común.

“Esa es la justicia que tenemos”, es la frase que creemos escuchar, de los que leen estas dos síntesis. Algo que no es del todo correcto de decir, porque sabemos de jueces bien formados, probos, prudentes y con sentido común. De donde la cuestión pasa por no meter a todos en una misma bolsa, sino en efectuar una necesaria aunque problemática depuración.

Algo que seguramente llevará una generación. O sea el mismo tiempo que arreglar el país Y eso en el caso que queramos realmente hacer ambas cosas.

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