Atención

Esta imágen puede herir
su sensibilidad

Ver foto

Compartir imagen

Agrandar imagen
La Argentina tenía (y tiene) derecho a ilusionarse con la Selección. En medio de angustias y adversidades, el fútbol prometía una alegría, un respiro, acaso un modelo inspirador. Por supuesto que esa posibilidad no ha quedado sepultada, aunque es innegable la desazón que ha provocado el debut. ¿Podremos eludir el derrotismo, tan peligroso como el triunfalismo? Puede sonar voluntarista, pero la caída de ayer tal vez nos ofrezca la oportunidad de algún aprendizaje o al menos de algún debate constructivo sobre nosotros mismos.

Por Luciano Roman

Si bien es cierto que el entusiasmo previo estaba justificado, el tamaño de la decepción expone nuestra tendencia al exitismo, a la subestimación del adversario y a cierto exceso de confianza en nuestras propias condiciones y talentos naturales. La derrota sorpresiva quizá nos recuerde algo que la Argentina ha tendido a olvidar: que todo camino implica sacrificios, esfuerzos, tolerancia y fortaleza para lidiar con dificultades y fracasos. Ningún partido se gana antes de jugarlo; ninguna meta se alcanza “de taquito”.

Hoy nos toca lidiar con el desencanto y la tristeza de un revés inesperado. Alguna sensación de injusticia merodea nuestro ánimo colectivo, como si nos costara asumir una nueva frustración. Esperábamos, con razón, que el fútbol nos diera una tregua en medio del agobio que provocan la inflación, la inseguridad, el deterioro de nuestra calidad de vida, los cepos y los atropellos. Tal vez buscábamos algo que nos uniera en un país cada vez más fragmentado, donde el poder fogonea y exacerba los antagonismos. Tal vez necesitábamos conectarnos con algo diferente, alejarnos de un discurso político cada vez más agresivo y hostil, para el cual hasta el dolor por los muertos de la pandemia es territorio de descalificación y de disputa. Hay algo de pensamiento mágico, sin embargo, en la idea de que Messi podría resolver los problemas que no somos capaces de resolver nosotros mismos o que un triunfo en Qatar podría aliviar las angustias de un país atrapado en su propia telaraña de traumas estructurales.

La política suele estar al acecho para aprovechar el fútbol como distracción, atribuyéndole –con algunas dosis de exageración- un efecto anestésico capaz de aliviar los dolores reales. Si así fuera, la derrota podría provocar el efecto inverso: agregaría angustia y pesimismo a una sociedad muy golpeada anímicamente, en la que el futuro se ve con pesimismo y el presente se vive con resignación. Tal vez el desafío sea encontrar el punto medio: el fútbol, como el juego de la vida, nos depara triunfos y derrotas. Nos puede proponer una saludable distracción y, en el mejor de los casos, una profunda alegría. Pero no nos salva mágicamente de nada ni nos hunde tampoco en un pantano peor.

Muchos padres se angustiaron ayer al ver la amargura en los rostros de sus hijos. Es natural: en un país “futbolero” como el nuestro la pasión se transmite y se comparte en las familias. ¿Cómo explicarles a los chicos que los ídolos de su álbum de figuritas habían perdido frente a un rival notoriamente más débil? Tal vez ahí esté la oportunidad de la Argentina: en enseñarles a las nuevas generaciones que los triunfos no se merecen, se conquistan; que las cosas nunca son tan simples ni tan nítidas, y que no existen los éxitos sin los fracasos. Volver a enseñar los valores del sacrificio, del esfuerzo, de la humildad y de la paciencia tal vez sea una puerta hacia un mejor destino.

Es cierto: se esperaba de la Selección mucho más de lo que vimos ayer. ¿Pasamos por eso de ser “los mejores” a ser “los peores”? Explorar los matices y la complejidad de las cosas tal vez sea otro valioso ejercicio para esos chicos que ahora intentan, a duras penas, contener las lágrimas de la desilusión y la derrota.

Quizá en el resultado se esconda una lección que va más allá del fútbol: no nos salvaremos en noventa minutos. El modelo que ha cultivado Scaloni –trabajo, sobriedad, constancia- no queda desautorizado por un fracaso, por más estrepitoso que haya sido. Exige, sí, la combinación con templanza y autocrítica.

La Argentina necesitaba (y necesita) una alegría, claro. Pero mucho más necesita un rumbo y un ejemplo. Después del partido, con la desazón a cuestas, millones de argentinos volvieron a trabajar, a crear, a estudiar. Esa es la actitud, la fuerza y el talento que nos promete un futuro.
Fuente: La Nación - Luciano Roman

Enviá tu comentario