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Vivimos en los tiempos de las oposiciones estiradas al infinito. Una época en que se engrosan los extremos en todos los ámbitos, y el centro se achica tanto, que al desinflarse se supone equivocadamente que deja al desnudo eso que se nos ha dado por llamar grieta, vaya a saber por qué, ya que existen otros nombres que igualmente sirven para designarla.

Todos ellos resultan en realidad una denominación incorrecta, dado que presuponen un todo unido que se ha separado o quebrado. Para confirmar lo señalado, nada mejor que recurrir a ejemplos.

Es así como si la palabra preferida es “grieta”, de esa forma estamos aludiendo a la superficie de un terreno al que la sequía estival prolongada resquebraja, o a esa pared levantada con mucho entusiasmo y poco oficio que viene a mostrarla rajada, luego del movimiento de la arcilla expansiva donde se levanta. Si por el contrario optamos por “fractura”, en seguida aparece la asociación con un hueso que se rompe.

Pero sea cualquiera de las dos, entre otras muchas, la palabra por la que optemos, en realidad estamos hablando de la misma cosa o remitiéndonos al mismo concepto, que presupone un todo homogéneo que no presenta fallas e inclusive se guarda de prevenirlas.

Porque en ese caso nos estamos remitiendo como si se tratara del ideal de una sociedad, ser una “cosa” que es ese todo homogéneo. Sociedad en la que, de reflexionarse acerca de sus características, no es vivible, y en el caso que sea posible su conformación, con toda seguridad, seríamos al menos muchos los que no quisiéramos vivir en ella.

Es por eso oportuno, traer al caso, una frase que los franceses utilizaban en tiempo y contexto diferente, pero que sirve para traducir lo dicho en un vivar al prorrumpir: “viva la diferencia”!!

Todo con la debida salvedad, de que toda diferencia a ser objeto de ese tratamiento entusiástico, se trata de aquella o de aquellas, que no resulten desviaciones inaceptables, por ser incompatibles con la justicia.

Porque de no ser así, y fuéramos iguales en los rasgos físicos; nuestra indumentaria, idéntica; la cultura culinaria única, y nuestra manera de ver el mundo reproducido exactamente de una manera serial. Y no solo nos veríamos privados de las peculiaridades que hacen a lo que somos y a la vez nos distinguen de los demás, en cuanto la individualidad propia es nuestra nota más preciosa, sino que convertiría nuestro mundo no solo en aburridamente asfixiante, sino que impediría todo tipo de cambios y con ello el desarrollo personal y social.

Y a lo que nos estamos refiriendo no es una fábula, o de considerarse así sería sino una fábula monstruosa, de la que precisamente brotan los “totalitarismos” y lo que es su versión edulcorada, cual es el concepto de “pensamiento único”.

Una pretensión como la expuesta, que no solo lleva implícita la existencia dentro de una sociedad de los “unos” y los “otros”, sino que hace suya la aspiración que aquellos que consideramos “otros” deban optar en terminar por ser y pensar de la misma manera que la nuestra, o de ser “expulsados del reino”, cuando no lisa y llanamente eliminados.

De donde cabe llegar a la conclusión de que en realidad la denominada grieta o fractura no es tal, sino es nada más, ni nada menos, que una peligrosa –por no decir, suicida- consecuencia del rechazo, muchas veces no advertido, a vivir en una sociedad pluralista. La que como tal, ya que ello hace a su esencia, está compuesta de una miríada de subgrupos de origen y características diferentes, en la cual las únicas exigencias son la del respeto mutuo, y el ajustar nuestro comportamiento, ni siquiera ya a valores compartidos sino a reglas de juego consensuadas y fundadas en ese respeto recíproco al que aludíamos. Porque en lo que hace a los que se conocen como valores, pareciéramos que al vaciarlos de contenido y arrojarlos fuera del ruedo, explica que se hayan vuelto invisibles, por más que en su existencia, vaya a saber dónde, permanezcan inmutables.

Es que, de ser así, a las conocidas como grietas o fracturas se las mirará de otra manera, ya que no son fruto de la naturaleza de las cosas; sino un resultado perverso de una ilusión que se lleva en su caso bien adentro y que ha tenido la aptitud de enloquecernos.

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